domingo, 15 de abril de 2018

«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Evangelio Dominical)






Hoy, el Evangelio todavía nos sitúa en el domingo de la resurrección, cuando los dos de Emaús regresan a Jerusalén y, allí, mientras unos y otros cuentan que el Señor se les ha aparecido, el mismo Resucitado se les presenta. Pero su presencia es desconcertante. Por un lado provoca espanto, hasta el punto de que ellos «creían ver un espíritu» (Lc 24,37) y, por otro, su cuerpo traspasado por los clavos y la lanzada es un testimonio elocuente de que se trata del mismo Jesús, el crucificado: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

«Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor», canta el salmo de la liturgia de hoy. Efectivamente, Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Es del todo urgente. Es necesario que los discípulos tengan una precisa y profunda comprensión de las Escrituras, ya que, en frase de san Jerónimo, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo».


                           





Pero esta compresión de la palabra de Dios no es un hecho que uno pueda gestionar privadamente, o con su congregación de amigos y conocidos. El Señor desveló el sentido de las Escrituras a la Iglesia en aquella comunidad pascual, presidida por Pedro y los otros Apóstoles, los cuales recibieron el encargo del Maestro de que «se predicara en su nombre (...) a todas las naciones» (Lc 24,47).

Para ser testigos, por tanto, del auténtico Cristo, es urgente que los discípulos aprendan -en primer lugar- a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Precisamente, un autor antiguo nos hace la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido sacrificada para él, ha de entender que su vida comienza cuando Cristo ha muerto para salvarnos». Además, el apóstol tiene que comprender inteligentemente las Escrituras, leídas a la luz del Espíritu de la verdad derramado sobre la Iglesia.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (24,35-48):





En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. 

Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»

Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. 

Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. 

Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»

Dicho esto, les mostró las manos y los pies. 

Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?»

Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. 

Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. 

Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»


Palabra del Señor






COMENTARIO






El Evangelio de hoy nos narra la primera aparición de Jesucristo resucitado a sus Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén (Lucas 24, 35-48). Anterior a esta aparición, la Sagrada Escritura nos narra la de María Magdalena, nos menciona que el Señor se había aparecido también a San Pedro y, adicionalmente, nos cuenta la de dos discípulos suyos que iban desde Jerusalén hacia Emaús.

Recordemos cómo fue esa aparición: Cristo se hizo pasar por un caminante más que iba por el mismo sitio y, caminando junto con ellos, “les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a El”.   Luego accedió a quedarse con ellos y “cuando estaba en la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”.  Fue en ese momento cuando los discípulos de Emaús lo reconocieron... pero El desapareció

Con motivo de este tiempo de Pascua, veamos cómo aplicamos este relato a la Santa Misa.  Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. #1346, 1347, 1373, 1374, 1375, 1376, 1377) que la Liturgia de la Eucaristía se desarrolla con una estructura que se ha conservado a través de los siglos y que comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica.  Estos momentos son:

.     La Liturgia de la Palabra, que comprende las lecturas, la homilía y la oración universal.

.     La Liturgia Eucarística, que comprende el Ofertorio, la Consagración y la Comunión.


                  



Es importante recordar que la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística constituyen “un solo acto de culto”, según nos lo dice el Concilio Vaticano II (SC 56).  En efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).

Es lo mismo que sucedió camino a Emaús: Jesús resucitado les explicaba las Escrituras a los dos discípulos, luego, sentándose a la mesa con ellos “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc. 24, 13-35).
Sin embargo, constituye un error el pensar o el pretender que la presencia de Jesús es igual durante la Liturgia de la Palabra que durante la Consagración y la Comunión.

Cristo está presente de múltiples maneras en su Iglesia:  en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en su nombre”, en los Sacramentos, en el Sacrificio de la Misa, etc.  Pero, nos dice el Concilio Vaticano II (SC 7)  y la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos que “sobre todo (está presente) bajo las especies eucarísticas”.

“El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular.”  Este énfasis en la singularidad de la presencia viva de Cristo en el pan y el vino consagrados nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual es un compendio resumido de toda la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Continúa el Catecismo:

“En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están ‘contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero’”.


Aclara el Catecismo: 





“Esta presencia se denomina ‘real’, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen ‘reales’, sino por excelencia, porque es substancial,  y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente”.  Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este Sacramento.”

“Por la consagración del pan y del vino en la que se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la sustancia del vino en la substancia de su Sangre, la Iglesia Católica ha llamado justa y apropiadamente este cambio transubstanciación”.


“La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas.  Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo”.

Pasamos entonces a ver qué tres Lecturas de este domingo nos hablan de la Misericordia de Dios, al darnos el Señor su gran muestra de misericordia para con nosotros, cuál es el perdón de las faltas que cometemos contra El.





En el Evangelio, en esta primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se convenzan que realmente ha resucitado.  Les disipa todas las dudas que pueden tener y que de hecho tienen en sus corazones.  Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está allí vivo en medio de ellos.   Como no les bastaba ver las marcas de los clavos en sus manos y pies, les da una prueba adicional:  les pide algo de comer, y come.

Luego les recuerda cómo El les había anunciado todo lo que iba a suceder y estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las Escrituras con su muerte y resurrección.  Y ya al final les dice que ellos son testigos de todo lo sucedido y les habla de que “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados debe predicarse a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”.


                                 



Y eso hacen los Apóstoles.  En la Primera Lectura (Hech. 3, 13-19)  tenemos un discurso de Pedro quien, aprovechando la aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación del tullido de nacimiento, hace un recuento de cómo sucedieron las cosas y cómo fue condenado Jesús injustamente:   “Israelitas: ... Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad.  Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.”

Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido, Pedro les habla de la misericordia de Dios en el perdón:  “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes ...  Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.

En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) también San Juan nos habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados.  “Les escribo esto para que no pequen.  Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo.  Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”.

Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los pecados.  Esa condición, no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo.  No se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían perdón.  ¡Si se perdona hasta el “deicidio”!  Se nos habla, más bien, de una sola condición:  arrepentirse, volverse a Dios.  Es lo único que nos exige el Señor.




 Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de no volver a ofender a Dios, lo que llamamos “propósito de la enmienda”.  Pero, sin embargo, si a pesar de nuestro deseo de no pecar más, volvemos a caer, el Señor siempre nos perdona:  70 veces 7 (que no significa el total de 490 veces) sino todas las veces que necesitemos ser perdonados.

¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta disposición continua del Señor a perdonarnos?  ¿Nos damos cuenta del gran privilegio que es el sabernos siempre perdonados por El?  ¿Medimos, de verdad, cuán grande es la Misericordia de Dios para con nosotros que le fallamos y le faltamos con tanta frecuencia?













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 8 de abril de 2018

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Evangelio Dominical)





Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. 





Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros



Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-31):






Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. 

Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» 

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegria al ver al Señor.

Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» 

Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» 

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 

Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» 

Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» 

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. 

Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.» 

Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» 

Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» 

Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» 

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.


Palabra del Señor



COMENTARIO






El Evangelio de este Domingo 2º de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia, nos relata una de las apariciones de Jesús a los Apóstoles, después de su Resurrección.  Sucedió que se encontraba ausente Tomás, uno de los doce (cf. Jn. 20, 19-31).  Y conocemos la historia.  Tomás no creyó.   Le faltaba ¡tanta! fe que tuvo la audacia de exigir -para poder creer- meter su dedo en los orificios que dejaron los clavos en las manos del Señor y la mano en la llaga de su costado.

Terrible parece esta exigencia.  Y, nosotros, los hombres y mujeres de esta época ¿no nos parecemos a Tomás?  ¿No creemos que toda verdad para serlo debe ser demostrada en forma palpable, comprobable, experimentable ... igual que Tomás?  ¿No tenemos como único criterio de la verdad nuestro discernimiento intelectual?  ¿No damos una importancia exagerada a la razón por encima de la Palabra de Dios y las verdades de la Fe?  ¿No llegamos incluso a negar la autenticidad de la Palabra de Dios y de esas verdades?

¿No podría el Señor reprendernos igual que a Tomás?  “Ven, Tomás, acerca tu dedo ... Mete tu mano en mi costado, y no sigas dudando, sino cree”.  ¡Cómo quedaría Tomás de estupefacto!  Fue cuando brotó de su corazón aquel: “Señor mío y Dios mío” con que hoy en día alabamos al Señor en el momento de la Consagración.  Sin embargo, Jesús prosigue, reclamándole a Tomás y advirtiéndonos a nosotros:  “Tú crees porque me has visto.  Dichosos los que creen sin haber visto”. 


FE Y RAZÓN:





Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:  “La Fe es una gracia de Dios y es también un acto humano”.  En efecto, la Fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios en nosotros.  Pero para creer también es indispensable nuestra respuesta a la gracia divina; es decir, también se requiere un acto de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, por el que aceptamos creer.

En una oportunidad cuando los Apóstoles le pidieron al Señor que les aumentara la Fe, El les hace un requerimiento:  tener un poquito de Fe, tan pequeña como el diminuto grano de mostaza (cf. Lc. 17, 5-6).  Significa que para tener Fe, el Señor nos pide nuestro aporte:  un pequeño granito como el de la mostaza, es decir, nuestro deseo y nuestra voluntad de creer.

Esa Fe, entonces, que es a la vez gracia de Dios y respuesta nuestra, nos lleva a creer todo lo que Dios nos ha revelado y, además, todo lo que Dios, a través de su Iglesia, nos propone para creer.

Por eso se dice que las verdades de nuestra Fe están contenidas en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia Católica. Y esas verdades no son necesariamente comprobables o comprensibles con nuestra limitada inteligencia humana.  Son verdades que creemos por la autoridad de Dios, no por comprobación humana.




 Por eso dice el Catecismo:  “La Fe es más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios ...  Y Dios no puede mentir”.

Ahora bien, la primera consecuencia de la Fe es la confianza, pues creer en Dios es  también confiar en El.  No basta decir: “yo sé que Dios existe”, sino también “yo confío en Dios, yo confío en El y estoy en Sus Manos”.  En esto consiste la verdadera Fe.  Y confiar en Dios significa dejarnos guiar por El, por Sus designios, por Su Voluntad.  Pero ... ¿no es nuestra tendencia más bien tratar de que Dios se amolde a nuestros planes y que -incluso- colabore con ellos?

Pero el Señor nos dice así:  “Vuestros proyectos no son los míos y mis caminos no son los mismos que los vuestros.  Así como el cielo está muy alto por encima de la tierra, así también mis caminos se elevan por encima de vuestros caminos, y mis proyectos son muy superiores a los vuestros” (Is. 55,8-9).

Por eso decimos:  “Hágase Tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo”  cada vez que rezamos el Padre Nuestro, la oración que el mismo Jesucristo nos enseñó.  No se trata, pues, de que sea mi voluntad la que se cumpla, ni mi deseo, ni mi proyecto, ni mi plan.  Se trata de buscar la Voluntad de Dios, para irla cumpliendo y para ir siguiendo los planes de Dios para mi existencia.  En esto consiste la verdadera Fe y la confianza en Dios.




Las apariciones de Jesús Resucitado a sus Apóstoles antes de su Ascensión al Cielo, fueron varias.  Pero ésta de hoy parece muy importante.  Y no es nada más por el episodio de Santo Tomás, sino porque también en esa misma ocasión el Señor instituyó el Sacramento del Perdón o de la Penitencia o Confesión.  “Reciban el Espíritu Santo.  A lo que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

¿Será por el recuerdo de la institución del Sacramento del Perdón de los pecados que hoy celebra la Iglesia la Fiesta de la Divina Misericordia?  ¿Será por ello que en el Salmo -el mismo del Domingo de Resurrección- cantamos “La misericordia del Señor es eterna” (Sal. 117).

En efecto, este Domingo que sigue al Domingo de Resurrección es la “Fiesta de la Divina Misericordia”.

Es una Fiesta nueva en la Iglesia, que tiene la particularidad de haber sido solicitada por el mismo Jesucristo a través de Santa Faustina Kowalska, religiosa polaca de este siglo, quien murió en 1938 a los 33 años de edad y quien fue canonizada por Juan Pablo II precisamente en esta Fiesta de la Divina Misericordia del año 2000.  Nos dijo el Papa Juan Pablo II el día de la Beatificación de esta Santa de nuestros días:  “Dios habló a nosotros a través de la Beata Sor Faustina Kowalska”.

La devoción de la Divina Misericordia ya se ha ido difundiendo bastante en todo el mundo.  Incluye la imagen de Jesús de la Divina Misericordia, la Fiesta,  el Rosario de la Misericordia, la Novena (se inicia cada Viernes Santo y culmina el Sábado antes de la Fiesta), la Hora de la Gran Misericordia, etc. 

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Por Teología sabemos que Dios posee todos sus atributos o cualidades en forma infinita.  Así es, infinitamente Misericordioso, pero también infinitamente Justo.  Su Justicia y su Misericordia van a la par.  Pero a través de esta Santa de nuestro tiempo nos hace saber que por los momentos, para nosotros, tiene detenida su Justicia para dar paso a su Misericordia.

No nos castiga como merecemos por nuestros pecados, ni castiga al mundo como merecen los pecados del mundo, sino que nos ofrece el abismo inmenso de su Misericordia infinita.

Pero si no nos abrimos a su Misericordia, tendremos que atenernos a su Justicia.  ¡Graves palabras del Señor!  Por lo demás, coinciden con su Palabra contenida en el Evangelio ... Y llegará el momento de su Justicia ... Llegará ...















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 1 de abril de 2018

RESUCITÓ! DOMINGO DE PASCUA!





A todos los hombres y mujeres de buena voluntad, los cristianos enviamos hoy un mensaje lleno de alegría y esperanza: “Cristo el Señor, ha resucitado”. Todos los espacios se llenan con este alegre grito: “¡Resucitó!”.

Adelante, pues, no es hora de temores y vacilaciones. El miedo ha sido vencido, ha terminado la noche, ha nacido un nuevo mundo. 

La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación.  Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe ... y también nuestra esperanza..

Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros.  En efecto, la Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra (cfr. Jn 6,40 y 5,29).




 Así pues, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra salvación; es decir, ser santificados por El para poder llegar al Cielo.  Y además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el que cree en Mí tendrá vida eterna:  y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6,40).

La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que siempre ha estado en la mente de los seres humanos, y que hoy en día surge con  renovado interés:  ¿Hay vida después de esta vida?  ¿Qué sucede después de la muerte?  ¿Queda el hombre reducido al polvo?  ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido?

La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas.  Y la respuesta es la siguiente:  seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre (cfr. J.n 5,29 y 6,40).  Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección.  Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida.  Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.




Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir.  Es necesario “morir a nosotros mismos”;  es necesario morir a “nuestro viejo yo”.   Nuestro viejo yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva.

Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que toda muerte duele.  Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor.  No hay otra forma.  Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo”  (Rom 6, 3-11 y Col. 3,5-10).

Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”.  Y ¿qué es nuestro “yo”?  El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.

Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes,  a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aún pareciendo lícito, no está en la línea de la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.

Durante toda la Cuaresma la Palabra de Dios nos ha estado hablando de “conversión”, de cambio de vida.  A esto se refiere ese llamado:  a cambiar de vida,  a enterrar nuestro “yo”, para poder resucitar con Cristo.  Consiste todo esto -para decirlo en una sola frase- en poner a Dios en primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás.  Y amarlo significa complacerlo en todo.  Y complacer a Dios en todo significa hacer sólo su Voluntad ... no la nuestra.

Así, poniendo a Dios de primero en todo, muriendo a nuestro “yo”, podremos estar seguros de esa resurrección de vida que Cristo promete a aquéllos que hayan obrado bien, es decir, que hayan cumplido, como El, la Voluntad del Padre (Jn. 6, 37-40).



NO A LA RE-ENCARNACIÓN:




La Resurrección de Cristo nos invita también a estar alerta ante el mito de la re-encarnación.  Sepamos los cristianos que nuestra esperanza no está en volver a nacer, nuestra esperanza no está en que nuestra alma reaparezca en otro cuerpo que no es el mío, como se nos trata de convencer con esa mentira que es el mito de la re-encarnación.

Los cristianos debemos tener claro que nuestra fe es incompatible con la falsa creencia en la re-encarnación.  La re-encarnación y otras falsas creencias que nos vienen fuentes no cristianas, vienen a contaminar nuestra fe y podrían llevarnos a perder la verdadera fe. 

Porque cuando comenzamos a creer que es posible, o deseable, o conveniente o agradable re-encarnar, ya -de hecho- estamos negando la resurrección.  Y nuestra esperanza no está en re-encarnar, sino en resucitar con Cristo, como Cristo ha resucitado y como nos ha prometido resucitarnos también a nosotros.

Recordemos, entonces, que la re-encarnación niega la resurrección ... y niega muchas otras cosas.  Parece muy atractiva esta falsa creencia.  Sin embargo, si en realidad lo pensamos bien ... ¿cómo va a ser atractivo volver a nacer en un cuerpo igual al que ahora tenemos, decadente y mortal, que se daña y que se enferma, que se envejece y que sufre ... pero que además tampoco es el mío?



¿QUÉ SIGNIFICA RESUCITAR?




Resurrección es la re-unión de nuestra alma con nuestro propio cuerpo, pero glorificado.  Resurrección no significa que volveremos a una vida como la que tenemos ahora.  Resurrección significa que Dios dará a nuestros cuerpos una vida distinta a la que vivimos ahora, pues al reunirlos con nuestras almas, serán cuerpos incorruptibles, que ya no sufrirán, ni se enfermarán, ni envejecerán.  ¡Serán cuerpos gloriosos!

Ustedes se preguntarán, entonces ... ¿Y cuándo será nuestra resurrección?  Eso lo responde el Catecismo de la Iglesia Católica, basándose en la Sagrada Escritura:  “Sin duda en el “último día”, “al fin del mundo” ...  ¿Quién conoce este momento?  Nadie.  Ni los Ángeles del Cielo, dice el Señor:  sólo el Padre Celestial conoce el momento en que “el Hijo del Hombre vendrá entre las nubes con gran poder y gloria”, para juzgar a vivos y muertos.  En ese momento será nuestra resurrección: resucitaremos para la vida eterna en el Cielo -los que hayamos obrado bien- y resucitaremos para la condenación -los que hayamos obrado mal.

La Resurrección de Cristo nos invita, entonces, a tener nuestra mirada fija en el Cielo.  Así nos dice San Pablo:  “Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba ... pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”  (Col. 3, 1-4).

¿Qué significa este importante consejo de San Pablo?  Significa que la vida en esta tierra es como una antesala, como una preparación, para unos más breve que para otros.  Significa que en realidad no fuimos creados sólo para esta ante-sala, sino para el Cielo, nuestra verdadera patria, donde estaremos con Cristo, resucitados -como El- en cuerpos gloriosos.

Significa que, buscar la felicidad en esta tierra y concentrar todos nuestros esfuerzos en ello, es perder de vista el Cielo.  Significa que nuestra mirada debe estar en la meta hacia donde vamos.  Significa que las cosas de la tierra deben verse a la luz de las cosas del Cielo.  Significa que debiéramos tener los pies firmes en la tierra, pero la mirada puesta en el Cielo.




Significa que, si la razón de nuestra vida es llegar a ese sitio que Dios nuestro Padre ha preparado para aquéllos que hagamos su Voluntad, es fácil deducir que hacia allá debemos dirigir todos nuestros esfuerzos.  Nuestro interés primordial durante esta vida temporal debiera ser el logro de la Vida Eterna en el Cielo.  Lo demás, los logros temporales, debieran quedar en lo que son: cosas que pasan, seres que mueren, satisfacciones incompletas, cuestiones perecederas ... Todo lo que aquí tengamos o podamos lograr pierde valor si se mira con ojos de eternidad, si podemos captarlo con los ojos de Dios.

La resurrección de Cristo y la nuestra es un dogma central de nuestra fe cristiana.  ¡Vivamos esa esperanza!  No la dejemos enturbiar por errores y falsedades, como la re-encarnación.  No nos quedemos deslumbrados con las cosas de la tierra, sino tengamos nuestra mirada fija en el Cielo y nuestra esperanza anclada en la Resurrección de Cristo y en nuestra futura resurrección. 
Que así sea.













Fuentes:
Sagradas Escrituras
Homilias.org