sábado, 31 de marzo de 2018

SABADO SANTO. Esperando en oración y ayuno su resurrección.





El sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: "nosotros esperábamos... ", decían los discípulos de Emaús.

Hoy se lleva  a cabo la celebración del Sábado Santo, la Iglesia Católica medita la pasión y muerte del Señor, así como su descenso a los infiernos, y espera en oración su resurrección, se realiza además la Vigilia Pascual que concluye con la Liturgia Eucarística.

Durante este día se le da especial atención a la Santísima Virgen María acompañándola en su soledad que vela junto a la tumba de su amado Hijo.




Durante la Vigilia Pascual se realiza tres actos importantes que inicia con la Celebración del fuego en donde el sacerdote bendice el fuego y enciende el cirio pascual. En este acto se entona el Pregón Pascual que es un poema escrito alrededor del año 300 que proclama que Jesús es el fuego nuevo.

Se da también la liturgia de la Palabra donde se leen siete lecturas, desde la Creación hasta la Resurrección, siendo la lectura del libro del Éxodo la más importante que narra el paso de los israelitas por el Mar Rojo cuando huían de las tropas egipcias siendo así salvados por Dios, de la misma manera recuerda que Dios esta noche nos salva por su Hijo.

El tercer acto es cuando la Iglesia entera renueva sus promesas bautismales renunciando a Satanás a sus seducciones y a sus obras, se bendice la pila bautismal o un recipiente en representación y se recita la letanía de los Santos que nos une en oración con la Iglesia militante y triunfante.




El Sábado está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del Viernes y la resurrección del Domingo nos detenemos en el sepulcro. Un día puente, pero con personalidad. Son tres aspectos - no tanto momentos cronológicos - de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado, resucitado...














Fuentes;
Sagradas Escrituras
ACIprensa.org

viernes, 30 de marzo de 2018

VIERNES SANTO. "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu".





La tarde del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.

Con la Pasión de Jesús según el Evangelio de Juan contemplamos el misterio del Crucificado, con el corazón del discípulo amado, de la Madre, del soldado que le traspasó el costado.

San Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, solemne, simbólico en su narración: cada palabra, cada gesto. La densidad de su Evangelio se hace ahora más elocuente.

Y los títulos de Jesús componen una hermosa Cristología. Jesús es Rey. Lo dice el título de la cruz, y el patíbulo es trono desde donde el reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica inconsútil que los soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia Él la mirada.




La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda.

La palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. La maternidad de María tiene el mismo alcance de la redención de Jesús. María contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Ultimo testamento de Jesús. Ultima dádiva. Seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.




El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón, no se dio cuenta que cumplía una profecía y realizaba un último, estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.

















Fuentes.
ACIprensa.org

jueves, 29 de marzo de 2018

JUEVES SANTO… “En la noche en que iban a entregarlo”






El Jueves  Santo se celebra:
 La Última Cena.
 El Lavatorio de los pies,
 La institución de la Eucaristía y del Sacerdocio
La oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní


La liturgia del Jueves Santo es una invitación a profundizar concretamente en el misterio de la Pasión de Cristo, ya que quien desee seguirle tiene que sentarse a su mesa y, con máximo recogimiento, ser espectador de todo lo que aconteció 'en la noche en que iban a entregarlo'. Y por otro lado, el mismo Señor Jesús nos da un testimonio idóneo de la vocación al servicio del mundo y de la Iglesia que tenemos todos los fieles cuando decide lavarle los pies a sus discípulos.

En este sentido, el Evangelio de San Juan presenta a Jesús 'sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía' pero que, ante cada hombre, siente tal amor que, igual que hizo con sus discípulos, se arrodilla y le lava los pies, como gesto inquietante de una acogida incansable.



San Pablo completa el retablo recordando a todas las comunidades cristianas lo que él mismo recibió: que aquella memorable noche la entrega de Cristo llegó a hacerse sacramento permanente en un pan y en un vino que convierten en alimento su Cuerpo y Sangre para todos los que quieran recordarle y esperar su venida al final de los tiempos, quedando instituida la Eucaristía.

La Santa Misa es entonces la celebración de la Cena del Señor en la cuál Jesús, un día como hoy, la víspera de su pasión, "mientras cenaba con sus discípulos tomó pan..." (Mt 28, 26).

Él quiso que, como en su última Cena, sus discípulos nos reuniéramos y nos acordáramos de Él bendiciendo el pan y el vino: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22,19).

Antes de ser entregado, Cristo se entrega como alimento. Sin embargo, en esa Cena, el Señor Jesús celebra su muerte: lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso "cuando comemos de ese pan y bebemos de esa copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26).




De aquí que podamos decir que la Eucaristía es memorial no tanto de la Última Cena, sino de la Muerte de Cristo que es Señor, y "Señor de la Muerte", es decir, el Resucitado cuyo regreso esperamos según lo prometió Él mismo en su despedida: "un poco y ya no me veréis y otro poco y me volveréis a ver" (Jn 16,16).

Como dice el prefacio de este día: "Cristo verdadero y único sacerdote, se ofreció como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya". Pero esta Eucaristía debe celebrarse con características propias: como Misa "en la Cena del Señor".

En esta Misa, de manera distinta a todas las demás Eucaristías, no celebramos "directamente" ni la muerte ni la Resurrección de Cristo. No nos adelantamos al Viernes Santo ni a la Noche de Pascua.

Hoy celebramos la alegría de saber que esa muerte del Señor, que no terminó en el fracaso sino en el éxito, tuvo un por qué y para qué: fue una "entrega", un "darse", fue "por algo" o, mejor dicho, "por alguien" y nada menos que por "nosotros y por nuestra salvación" (Credo). "Nadie me quita la vida, había dicho Jesús, sino que Yo la entrego libremente. Yo tengo poder para entregarla." (Jn 10,16), y hoy nos dice que fue para "remisión de los pecados" (Mt 26,28).

Por eso esta Eucaristía debe celebrarse lo más solemnemente posible, pero, en los cantos, en el mensaje, en los signos, no debe ser ni tan festiva ni tan jubilosamente explosiva como la Noche de Pascua, noche en que celebramos el desenlace glorioso de esta entrega, sin el cual hubiera sido inútil; hubiera sido la entrega de uno más que muere por los pobres y no los libera. Pero tampoco esta Misa está llena de la solemne y contrita tristeza del Viernes Santo, porque lo que nos interesa "subrayar"; en este momento, es que "el Padre nos entregó a su Hijo para que tengamos vida eterna" (Jn 3, 16) y que el Hijo se entregó voluntariamente a nosotros independientemente de que se haya tenido que ser o no, muriendo en una cruz ignominiosa.

Hoy hay alegría y la Iglesia rompe la austeridad cuaresmal cantando el "gloria": es la alegría del que se sabe amado por Dios, pero al mismo tiempo es sobria y dolorida, porque conocemos el precio que le costamos a Cristo.

Podríamos decir que la alegría es por nosotros y el dolor por Él. Sin embargo predomina el gozo porque en el amor nunca podemos hablar estrictamente de tristeza, porque el que da y se da con amor y por amor lo hace con alegría y para dar alegría.




Podemos decir que hoy celebramos con la liturgia (1a Lectura). La Pascua, pero la de la Noche del Éxodo (Ex 12) y no la de la llegada a la Tierra Prometida (Jos. 5, 10-ss).

Hoy inicia la fiesta de la "crisis pascual", es decir de la lucha entre la muerte y la vida, ya que la vida nunca fue absorbida por la muerte pero si combatida por ella. La noche del Sábado de Gloria es el canto a la victoria pero teñida de sangre y hoy es el himno a la lucha pero de quien lleva la victoria porque su arma es el amor.


miércoles, 28 de marzo de 2018

Miercoles Santo.“¡Ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!”






Van tres días donde vamos escuchando en el Evangelio, además de la vida de Jesucristo, a otro personaje en común: Estamos escuchando acerca de Judas. ¿Porque la liturgia de la Iglesia antes de comenzar a celebrar los misterios centrales de nuestra fe nos habla tanto de la vida de este personaje de triste memoria?

En primer lugar, es importante señalar que Judas no estaba predestinado a traicionar al Señor, por si acaso este no era su llamado. Su llamado era ser apóstol, Jesús lo escogió para una misión de bien. Es más, el Señor vio en él probablemente muchas cosas buenas. Él estaba en la capacidad de responderle al Señor, de ser santo. Sin embargo, traiciona a Jesús porque quiere. Haciendo una opción clara, libre y explicita por el mal.

Y aunque no nos guste aceptarlo, en algo quizás nos podríamos estar pareciendo a él. El día de hoy tenemos que contrastarnos porque el problema de Judas es que se sintió defraudado por Jesús: el Señor no respondió a sus expectativas. Se había hecho otra idea del Señor. Estaba dispuesto a seguirlo, parece que sí, pero siempre y cuando sea un Dios ajustado a su medida. ¿No nos hemos sentidos nosotros a veces defraudados por el Señor porque las cosas no son como habíamos pensado? ¿Porque el camino se ha hecho más estrecho de lo que quizá habíamos calculado? ¿O porque las pruebas son más largas de lo que pensábamos?

Hoy recordemos que hay que seguir a Jesús de manera incondicional. Recordemos que, al igual que Judas, Jesús nos ha llamado a nosotros. A estas alturas de la vida quizá hayamos visto muchas de las maravillas que Jesús ha obrado en nuestras vidas, pero aun así quizás no le creemos del todo. Todavía dudamos de él.




También nosotros podemos traicionar, quizá no sea de una manera tan escandalosa como la de Judas pero podemos caer en la desgracia de cambiar a Jesús por otros caminos, que podrían parecer más eficaces, menos difíciles y más aceptables a los ojos del mundo. Porque la traición de Judas está en que habiendo conocido la verdad, escogió otros caminos. Algo de esto también nos puede pasar a nosotros de una manera muy sutil. También y con mucha razón podemos preguntarle a Jesús: ¿Seré yo acaso Señor? Mientras estamos haciendo fila también para recibir la eucaristía oír: El que ha mojado en la misma fuente que yo, ese me va a entregar. Algo de eso también podríamos tener nosotros.

Así pues, acerquémonos a Jesús. Él sólo quiere darnos su misericordia, como decíamos ayer, frente a la traición Jesús lo llama amigo. “¿Amigo, con un beso entregas al hijo del hombre?”. Le dice amigo para que entienda que su amistad es incondicional. Que él está dispuesto a entregarle todo para que no se desesperance. Siempre hay una luz, pero estaba tan metido este pobre hombre en su visión personal de Dios, que no cabía en ella un Dios misericordioso.

Vivamos bien esta semana santa entonces. Y recordemos en estos días que Dios ya lo ha hecho todo para que nos acerquemos a Él. Nos ha amado, nos ha perdonado. Y todo esto porque nos quiere demostrar su amor de amigo fiel.






lunes, 19 de marzo de 2018

Hoy es San José, esposo de la Virgen!



Las fuentes biográficas que se refieren a san José son, exclusivamente, los pocos pasajes de los Evangelios de Mateo y de Lucas. Los evangelios apócrifos no nos sirven, porque no son sino leyendas. “José, hijo de David”, así lo llama el ángel.

El hecho sobresaliente de la vida de este hombre “justo” es el matrimonio con María. La tradición popular imagina a san José en competencia con otros jóvenes aspirantes a la mano de María. La elección cayó sobre él porque, siempre según la tradición, el bastón que tenía floreció prodigiosamente, mientras el de los otros quedó seco. La simpática leyenda tiene un significado místico: del tronco ya seco del Antiguo Testamento refloreció la gracia ante el nuevo sol de la redención.

El matrimonio de José con María fue un verdadero matrimonio, aunque virginal. Poco después del compromiso, José se percató de la maternidad de María y, aunque no dudaba de su integridad, pensó “repudiarla en secreto”. Siendo “hombre justo”, añade el Evangelio -el adjetivo usado en esta dramática situación es como el relámpago deslumbrador que ilumina toda la figura del santo-, no quiso admitir sospechas, pero tampoco avalar con su presencia un hecho inexplicable. La palabra del ángel aclara el angustioso dilema. Así él “tomó consigo a su esposa” y con ella fue a Belén para el censo, y allí el Verbo eterno apareció en este mundo, acogido por el homenaje de los humildes pastores y de los sabios y ricos magos; pero también por la hostilidad de Herodes, que obligó a la Sagrada Familia a huir a Egipto.

Después regresaron a la tranquilidad de Nazaret, hasta los doce años, cuando hubo el paréntesis de la pérdida y hallazgo de Jesús en el templo. Después de este episodio, el Evangelio parece despedirse de José con una sugestiva imagen de la Sagrada Familia: Jesús obedecía a María y a José y crecía bajo su mirada “en sabiduría, en estatura y en gracia”. San José vivió en humildad el extraordinario privilegio de ser el padre putativo de Jesús, y probablemente murió antes del comienzo de la vida pública del Redentor. Su imagen permaneció en la sombra aun después de la muerte.

Su culto, en efecto, comenzó sólo durante el siglo IX. En 1621 Gregorio V declaró el 19 de marzo fiesta de precepto (celebración que se mantuvo hasta la reforma litúrgica del Vaticano II) y Pío IX proclamó a san José Patrono de la Iglesia universal. El último homenaje se lo tributó Juan XXIII, que introdujo su nombre en el canon de la misa.


Oremos.


 
San José, queremos poner bajo tu protección a nuestra familia, para que cada uno de nosotros viva en la fidelidad al Espíritu, en la escucha y cumplimiento de la Palabra de Dios. Sé para nosotros el modelo del amor desinteresado, que busca en primer lugar la felicidad de mi familia. Amén.









Fuentes:

Iluminación Divina
Santoral Católico
Ángel Corbalán

domingo, 18 de marzo de 2018

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Evangelio Dominical)







Hoy, la Iglesia, en el último tramo de la Cuaresma, nos propone este Evangelio para ayudarnos a llegar al Domingo de Ramos bien preparados en vista a vivir estos misterios tan centrales en la vida cristiana. El Via Crucis es para el cristiano un "via lucis", el morir es un volver a nacer, y, más aun, es necesario morir para vivir de verdad.

En la primera parte del Evangelio, Jesús dice a los Apóstoles: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). San Agustín comenta al respecto: «Jesús se dice a Sí mismo "grano", que había de ser mortificado, para después multiplicarse; que tenía que ser mortificado por la infidelidad de los judíos y ser multiplicado para la fe de todos los pueblos». El pan de la Eucaristía, hecho de grano de trigo, se multiplica y se parte para ser alimento de todos los cristianos. La muerte del martirio es siempre fecunda; por esto, «quienes aman la vida», paradójicamente, la «pierden». Cristo muere para dar, con su sangre, fruto: nosotros le hemos de imitar para resucitar con Él y dar fruto con Él. ¿Cuántos dan en silencio su vida por el bien de los hermanos? Desde el silencio y la humildad hemos de aprender a ser grano que muere para volver a la Vida.





El Evangelio de este domingo acaba con una exhortación a caminar a la luz del Hijo exaltado en lo alto de la tierra: «Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Tenemos que pedir al buen Dios que en nosotros sólo haya luz y que Él nos ayude a disipar toda sombra. Ahora es el momento de Dios, ¡no lo dejemos perder! «¿Dormís?, ¡el tiempo que se os ha concedido pasa!» (San Ambrosio de Milán). No podemos dejar de ser luz en nuestro mundo. Como la luna recibe su luz del sol, en nosotros han de ver la luz de Dios.



Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):




En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este. mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Palabra del Señor






COMENTARIO




 En el Evangelio de hoy tiene lugar enseguida de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, donde iba a ser entregado para su Muerte en la cruz.  Allí Jesús informó a sus discípulos y a algunos seguidores, lo que estaba a punto de suceder días después: su Pasión, Muerte y posterior Resurrección.

Para ello, utiliza la imagen de una semilla que debe morir al ser plantada para dar paso a una vida nueva.  Nos habla el Señor de una semilla de trigo, fruto muy utilizado en su tierra, que además se aplicaba muy bien a El, Quien se nos convertiría después en el mejor fruto que planta de trigo podía producir, ya que a partir del Jueves Santo, Jesús sería para nosotros el Pan Eucarístico.

Sin embargo, ¿cómo se aplican a nosotros esas palabras del Señor:  “Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”?   ¿Se aplican esas palabras sólo a El o también a nosotros?  ...  Si hemos de seguir el ejemplo  y las exigencias de Cristo, ciertamente también se aplican a nosotros.

Y para comprender el significado de esto debemos pasar a las siguientes palabras del Señor: “El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” ( Jn. 12, 20-33)

Ahora bien ... ¿puede realizarse la paradoja, la aparente contradicción de perder para ganar, entregar para obtener, morir para vivir? ... Debe ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la conservará.




En el diálogo del Señor que nos relata hoy el Evangelio de San Juan, vemos que se estaba dirigiendo a sus discípulos -que eran hebreos- y a unos griegos, seguramente abiertos al mensaje de Jesús, que habían llegado a Jerusalén y querían ver al Maestro.

Y sucedió que en este diálogo también interviene Dios Padre.

Notemos que Jesús muestra rasgos muy genuinos de su humanidad, pues confiesa a sus oyentes que tiene miedo.  “Ahora que tengo miedo, ¿voy a decirle a mi Padre:  ‘Padre, líbrame de esta hora’?   Y se contesta enseguida:  “No, si precisamente para esta hora he venido”.

Jesús no elude el sufrimiento y la muerte, sino que confirma su entrega por nosotros, su entrega a la Voluntad del Padre, Quien muestra su presencia en ese momento.

La voz del Padre parece ser una respuesta al Hijo, Quien le pide:  “Padre, dale gloria a tu nombre”.  Jesús, luego confirma por qué el Padre se ha hecho presente:  “Esta voz no ha venido por Mí, sino por ustedes”.

Es una nueva oportunidad para fortalecer la fe de los discípulos.  Y qué dice el Padre:  “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.   Alusión directa a la Resurrección de Cristo, que sucedería -como estaba prometido- al tercer día de su vergonzosa muerte en la cruz.

Poquísimas veces se ve la manifestación directa del Padre en los Evangelios, una de ellas –la menos conocida, tal vez- es ésta.  Recordemos que allí estaban presentes hebreos y gentiles.  Tal vez por ello Jesús luego hace alusión a que su Reino se extendería a todos, judíos y no judíos:  “Cuando Yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí”.






Nos dice el Evangelista que aludía a su muerte en la cruz.  Y sabemos cómo se cumplieron las palabras del Señor, pues después de su Muerte, su Resurrección, su Ascensión y Pentecostés, la Iglesia por El fundada se extendió por todas partes, con la predicación de los Apóstoles.

Nos dijo Jesús que su Reino se extendería a todos, porque iba a  ser arrojado el príncipe de este mundo (el Demonio) ... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su Resurrección, atraería a todos hacia El.  Palabras de esperanza y seguridad para todos los que nos dejamos “atraer” por El, por  su doctrina y por su ejemplo.

Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por El” significa seguirlo en todo ... como El reiteradamente nos pide.  Y “seguirlo en todo” significa seguirlo también en la muerte.

Por supuesto esto no significa que todos tengamos que morir en una cruz como El.  Tampoco significa que todos tengamos que sufrir un martirio violento -como algunos sí lo tienen.

Significa más bien ese “morir” cada día a nuestro propio yo.  Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con palabras similares:  “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24).





Hay la idea de que morir cuesta mucho, de que el trance de la muerte es un trance muy difícil.  En realidad lo que más cuesta es la idea misma de “morir”.  Pero la Palabra de Dios es clara, muy clara:  debemos entregar nuestra vida, debemos morir a nosotros mismos, si realmente queremos vivir. 

¿Qué significa entregar nuestra vida y morir a nuestro yo?

Significa entregar nuestros modos de ver las cosas, para que los modos de Dios sean los que rijan nuestra vida, no los nuestros.

Significa entregar nuestros planes, para pedirle a Dios que nos muestre Sus planes para nuestra vida, y realizar esos planes, no los nuestros.

Significa entregar nuestra voluntad a Dios, para que sea Su Voluntad y no la nuestra la que sigamos durante nuestra vida en la tierra.

Es, entonces, un continuo morir a lo que este mundo nos propone como deseable y hasta conveniente.

Pero pensemos: ¿quién es el dueño de este mundo?  Ya Dios nos advierte en su Palabra quién rige el mundo:   aquél que es llamado en este pasaje “príncipe ( o amo) de este mundo”.   Si observamos bien, los valores que nos propone el mundo son muy diferentes a los de Dios.  Los criterios de este mundo son también muy diferentes a los de Dios.
Y cada vez que optamos por ese “perder la vida de este mundo”, cada vez que optamos por “morir” a nuestro yo, es decir, a nuestras propias inclinaciones, deseos, ideas, criterios, planes, etc., de hecho estamos optando por el bando de Dios, que es el bando ganador.

De no vivir día a día esa continua renuncia a nosotros mismos, esa continua muerte a nuestro yo, no podremos dar fruto.  Seremos “infecundos”.  “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”.   No dará fruto.

Y  ¿cuál fue el fruto de Cristo?  Lo sabemos bien y nos lo recuerda la Segunda Lectura (Hb. 5, 7-9):  “se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”. 

¿Cuál será nuestro fruto si optamos por ser fecundos, si optamos por morir con Cristo?  Si morimos con El, viviremos con El ... y también nos salvaremos con El, pues nuestra oblación, nuestra entrega, unida a El, dará fruto para nosotros mismos y para los demás:  nos salvaremos nosotros y salvaremos a otros.  Serán frutos de Vida Eterna para nosotros mismos y para los demás.  Es lo que llama Juan Pablo II en su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el sufrimiento humano, “el valor redentor del sufrimiento”.






Primera Lectura del Profeta Jeremías (Jr. 31, 31-34)  nos habla de la Nueva Alianza que Dios establecería con su pueblo.  El Señor pondría su Ley en lo más profundo de nuestras mentes y la grabaría en nuestros corazones.

Y nos dice:  “Todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando Yo les perdone su culpas y olvide para siempre sus pecados”. 

Nos dice que lo vamos a conocer porque nos va a perdonar y se va a olvidar nuestros pecados.  No lo vamos a conocer por su castigo, sino por su perdón.  Esa es su tarjeta de presentación:  su  Amor Infinito que perdona y olvida todo nuestro mal.

Cristo, entonces, se hizo Hombre y vivió y sufrió y murió y resucitó para que nuestros pecados fueran perdonados y pudiéramos tener acceso nosotros a la resurrección y a la Vida Eterna.

El Salmo de hoy es el #50, el Salmo de David arrepentido de su horrible y múltiple pecado.  “Crea en mí un corazón puro ...Lávame de todos mis delitos y olvida mis ofensas ... Devuélveme la alegría de la salvación ...”    Bellísimo Salmo propio para orar cuando nos queremos arrepentir de nuestros pecados.   Muy apropiado para pedir nuestra conversión al Señor, para implorar su misericordia.




Próximos ya a la Semana Santa cuando conmemoraremos la entrega total que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión.

Reflexionando sobre las palabras del Evangelio y aplicándolas a nuestra vida espiritual, podríamos pedir al Señor esta gracia de conversión profunda que significa el poder comprender y realizar este ideal que nos propone y nos muestra Cristo:  morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.   




















Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

domingo, 11 de marzo de 2018

«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Evangelio Dominical)



Hoy, la liturgia nos ofrece un aroma anticipado de la alegría pascual. Los ornamentos del celebrante son rosados. Es el domingo "laetare" que nos invita a una serena alegría. «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...», canta la antífona de entrada.

Dios quiere que estemos contentos. La psicología más elemental nos dice que una persona que no vive contenta acaba enferma, de cuerpo y de espíritu. Ahora bien, nuestra alegría ha de estar bien fundamentada, ha de ser la expresión de la serenidad de vivir una vida con sentido pleno. De otro modo, la alegría degeneraría en superficialidad y majadería. Santa Teresa distinguía con acierto entre la "santa alegría" y la "loca alegría". Esta última es sólo exterior, dura poco y deja un regusto amargo.

Vivimos tiempos difíciles para la vida de fe. Pero también son tiempos apasionantes. Experimentamos, en cierta manera, el exilio babilónico que canta el salmo. Sí, también nosotros podemos vivir una experiencia de exilio «llorando la nostalgia de Sión» (Sal 136,1). Las dificultades exteriores y, sobre todo, el pecado nos pueden llevar cerca de los ríos de Babilonia. A pesar de todo, hay motivos de esperanza, y Dios nos continúa diciendo: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti» (Sal 136,6).


   
         

Podemos vivir siempre contentos porque Dios nos ama locamente, tanto que nos «dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Pronto acompañaremos a este Hijo único en su camino de muerte y resurrección. Contemplaremos el amor de Aquel que tanto ama que se ha entregado por nosotros, por ti y por mí. Y nos llenaremos de amor y miraremos a Aquel que han traspasado (Jn 19,37), y crecerá en nosotros una alegría que nadie nos podrá quitar.

La verdadera alegría que ilumina nuestra vida no proviene de nuestro esfuerzo. San Pablo nos lo recuerda: no viene de vosotros, es un don de Dios, somos obra suya (Col 1,11). Dejémonos amar por Dios y amémosle, y la alegría será grande en la próxima Pascua y en la vida. Y no olvidemos dejarnos acariciar y regenerar por Dios con una buena confesión antes de Pascua.






Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):




En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Palabra del Señor



COMENTARIO





La Segunda Lectura y el Evangelio de hoy nos hablan de salvación y condenación, de fe y obras.

“El que cree en El, no será condenado.  Pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn. 3, 14-21).

Duras y decisivas palabras.  Palabra de Dios escrita por “el discípulo amado”,  el Evangelista San Juan.  Palabras que sentencian la importancia de la fe: el que no cree en Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre ...  ya está condenado.  Pero cabe, entonces la pregunta:   ¿el que sí cree ... ya está salvado?   ¿Basta la fe para que seamos salvados?

Esta pregunta necesariamente nos recuerda las diferencias -hasta hace poco infranqueables- entre Católicos y Protestantes.  Sólo la fe basta, se adujo en la Reforma que llevó a cabo la lamentable división iniciada por Lutero en 1517.

Fundamentándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia Católica siempre ha sostenido que la fe sin obras no basta para la salvación.  Traducido  a la práctica significa que en el Bautismo recibimos como regalo de Dios la virtud de la Fe y la Gracia Santificante.  Y las “obras” consisten en cómo respondemos a ese don de Dios: con buenas obras, con malas obras o sin obras.




 Para analizar, entonces, si la fe basta para la salvación y si las obras son necesarias, tenemos que referirnos a un documento, titulado “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmado en 1999 entre la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana, en que se trata precisamente este tema tan importante.  De ese histórico documento extraemos las siguientes citas (resaltados nuestros): 

Sólo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito, nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones capacitándonos y llamándonos a buenas obras. (#15)

“... en cuanto a pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y misericordia renovadora, que Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio, cualquiera que éste sea”. (#17)

“El ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios ...  (el ser humano), por ser pecador es incapaz de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios”. (#19

  “Cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera” (en su salvación) ... consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana”. (#20)




Es conclusión: no somos capaces, por nosotros mismos, de justificarnos, es decir, de santificarnos o de salvarnos.  Nuestra salvación depende primeramente de Dios.  Pero el ser humano tiene su participación, la cual consiste en dar respuesta a todas las gracias que Dios nos ha dado y que sigue dándonos constantemente para ser salvados.  Eso es lo que la Teología Católica llama “obras”.  Nuestra imposibilidad de acceder por nosotros mismos a la salvación es tal, que hasta la capacidad para dar esa respuesta a la gracia divina, no viene de nosotros, sino de Dios

De allí que también San Pablo nos diga:  “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y El nos dio la vida con Cristo y en Cristo.  Por pura generosidad suya hemos sido salvados ...  En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe;  y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 4-10).

La Primera Lectura nos trae el final del Segundo Libro de las Crónicas (2 Cro. 36, 14-23), y en ella se nos relata cómo se pervirtió el pueblo de Israel, pues todos, incluyendo los Sumos Sacerdotes “multiplicaron sus infidelidades”.  Como si fuera poco, despreciaron la palabra que los Profetas, mensajeros de Dios, les llevaban.  Llegó un momento, nos dice el relato, que “la ira de Dios llegó a tal grado, ya no hubo remedio”.   La ciudad de Jerusalén con su Templo queda destruida por la invasión de los Caldeos, y “a los que escaparon de la espada, los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos”.  El reino pasó al dominio de los Persas, cumpliéndose lo anunciado por uno de esos Profetas despreciados, Jeremías.  Luego se nos relata  el regreso del pueblo de Israel de Babilonia a Jerusalén en los tiempos de Ciro, Rey de Persia.




 Y esto necesariamente nos trae un tema candente:  ¿Castiga Dios?

Cabe, entonces, preguntar: ¿qué es el castigo?  ¿para qué son los castigos?  Cuando un padre o una madre castigan a su hijo ¿por qué lo hacen?  ¿por venganza, acaso?  O el castigo es la forma de corregir al hijo, para que se encamine por el bien.  Es muy importante reflexionar sobre esto, para comprender que “la ira de Dios” y “los castigos de Dios” de que nos hablan la Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, son más bien manifestaciones de la misericordia divina.  Dios -efectivamente- castiga, pero castiga para que los seres humanos aprendamos a enrumbarnos por el camino adecuado, por el camino que nos lleva a Dios.

Es lo que le sucedió al pueblo de Israel con ese exilio de 70 años a Babilonia.  Al regresar venían reformados, purificados.  Cuando Dios  permite un “aparente” mal –en este caso, la expulsión, el exilio y hasta la destrucción del Templo de Jerusalén- es para obtener un mayor bien.

Las infidelidades de los seres humanos para con Dios, nuestro Creador y nuestro Dueño, pueden llegar a niveles en que, como nos dice esta Primera Lectura, ya no haya otro remedio.  Por eso Dios a veces castiga.  Y castiga para que enderecemos el rumbo, para que volvamos nuestra mirada a El. 





“Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre-
se humilla:
orando y buscando mi rostro,
y se vuelven de sus malos caminos,
Yo -entonces- los oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados
y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7, 14)

 Es orando y convirtiéndonos como Dios nos oirá, perdonará nuestros pecados y sanará nuestra tierra.

Antes de que nos llegue el final a cada uno con la muerte o antes de que llegue el final de los tiempos, Dios nos advierte por medio de su Palabra, por medio de las enseñanzas de la Iglesia, por medio de su Madre que se aparece en la tierra para advertirnos, para guiarnos, para llamarnos a la conversión. 

Inclusive nos llama y nos advierte por medio de sus mensajeros, los profetas.  Y ... ¿hacemos caso a todas estos llamados?

Llegará un momento, el momento del fin, que nos llegará con toda seguridad, bien con nuestra propia muerte o bien porque se termine el tiempo y pasemos a la eternidad.  En cualquiera de las dos instancias, en ese momento ya no hay sino salvación o condenación.




El Evangelio nos dice cuál es la causa de la condenación: “La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”. 

Cristo es la Luz que vino a este mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo.

¿En qué consiste preferir la luz a las tinieblas?  ¿En qué consiste aprovechar la salvación que Jesucristo nos trajo?

Consiste en creer en El, seguirlo a El, tratar de ser como El y de actuar como El.

De esa forma estamos prefiriendo la Luz a las tinieblas.  De esa forma, estamos aprovechando las gracias de salvación, que “sin ningún mérito nuestro”, nos han sido “regaladas” por Dios, a través de su Hijo, Jesucristo.

Y Dios nos regala así, porque a pesar de nuestras infidelidades, a pesar de las veces que nos oponemos a El, de las veces que lo retamos, de las veces que lo cuestionamos, de las veces que le damos la espalda, El nos quiere salvados para que vivamos con El para siempre en la gloria del Cielo.


  



Entonces, a la gracia de la salvación realizada por Jesucristo respondemos con nuestras “obras”: oración, santidad, buenas acciones, obras de misericordia…  Pero recordando que nuestra respuesta en obras es también don de Dios, porque el deseo y la posibilidad de realizarlas también vienen de Dios, para que nadie se equivoque (y de paso peque) creyendo que es muy capaz de salvarse y de ser santo con su esfuerzo.




















Fuentes;
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org