domingo, 16 de diciembre de 2012

“Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Evangelio dominical)




Ya más entrado el Adviento, las lecturas nos hablan de alegría, pues ya está más cerca la venida del Señor. 

La Primera Lectura (So. 3, 14-18).  “Alégrate, hija de Sión, da gritos de júbilo ... No temas ... el Señor tu Dios está en medio de tí.  El se goza y se complace en ti”.  ¿Por qué hemos de estar alegres?  Porque “el Señor ha levantado la sentencia contra ti, ha expulsado a todos tus enemigos”.  Es la salvación realizada por Cristo lo que se nos anuncia aquí.  Tanto es así que el Arcángel Gabriel hace eco de estas palabras cuando anuncia a la Santísima Virgen María la Encarnación del Hijo de Dios en su seno:  “Alégrate, el Señor está contigo ... No temas María, porque has encontrado el favor de Dios ... concebirás y dará a luz a un Hijo” (Lc. 1, 28 y 30).   

Desde que Jesús vino al mundo como Dios verdadero y como Hombre también verdadero, podemos decir con San Pablo en la Primera Lectura (Flp. 4, 4-7):  “el Señor está cerca”, porque cada día que pasa nos acerca más a la venida del Señor.  «Sí, vengo pronto», nos dice el final del Apocalipsis (Ap 22, 20)




  ¿Cuándo será ese momento?  Nadie, absolutamente nadie, lo sabe con certeza.  Eso nos lo ha dicho Jesús.  Pero también nos ha hado algunos signos que El mismo nos invita a observar. (Mt 24, 4-51;  Lc 21, 5-36)

1.) Muchos tratarán de hacerse pasar por Cristo.  2.) Sucederán guerras y revoluciones que no son aun el final.  3.) Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro.  4.) Terremotos, epidemias y hambres.  5.) Señales prodigiosas y terribles en el cielo.  6.) Persecuciones y traiciones para los cristianos.  7.) El Evangelio habrá sido predicado en todo el mundo.  8.) La mayor parte de la humanidad estará imbuida en las cosas del mundo y habrá perdido la fe.  9.) Después se manifestará el anti-Cristo, que con el poder de Satanás realizará prodigios con los que pretenderá engañar a toda la humanidad.

Y como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos que lo hace en nuestro idioma y relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo III de Adviento, en este ciclo "C".


Lectura del santo evangelio según san Lucas (3,10-18):


En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: «¿Entonces, qué hacemos?»
Él contestó: «El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.»
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué hacemos nosotros?»
Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido.»
Unos militares le preguntaron: «¿Qué hacemos nosotros?»
Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.»
El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; tiene en la mano el bieldo para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.»
Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio.
Palabra del Señor


COMENTARIO

El deber y el gozo


El tercer Domingo de Adviento se llama, según una venerable tradición, Domingo “Gaudete”, “regocijaos”, por la primera palabra del Introito de la Misa y en consonancia con las exhortaciones de la primera y la segunda lectura. El tiempo de Adviento se organizó litúrgicamente hacia el siglo V como un ayuno penitencial preparatorio de la Navidad, en paralelo al tiempo de Cuaresma anterior a la Pascua. Por ello, igual que el cuarto Domingo de Cuaresma es el domingo “Laetare” (alégrate), que supone un cierto alivio en medio de los rigores cuaresmales, el domingo tercero de Adviento (que, entretanto, ha perdido entre nosotros mucho de su carácter penitencial, no así entre los orientales) es el domingo del regocijo que intuye ya la cercanía próxima del Señor. Incluso psicológicamente puede entenderse esta explosión de gozo y alegría: ya “sólo” queda un domingo más antes de la gran fiesta de la Navidad. Y esta alegría litúrgica y psicológica puede tener además otras connotaciones que refuerzan el tono festivo: se acercan las vacaciones, posiblemente el reencuentro familiar, el nuevo año, etc. En el plano de la fe, la proximidad de la celebración litúrgica de la Navidad nos recuerda la proximidad real del Señor, que, pese a todas las evidencias negativas que pueblan el mundo y la historia, no ha abandonado a los suyos, sino que viene en su busca y quiere encontrarlos. El gozo que nos anuncia este domingo de Adviento y de esperanza procede de una posibilidad que se puede hacer realidad: “el Señor está cerca” y tú puedes encontrarte con Él. ¿Cuáles son las condiciones de este encuentro?.



Resulta chocante que, precisamente en este domingo que exhorta al regocijo, el Evangelio adopte un tono severo y subraye las exigencias del frío deber. Más que los tonos alegres de la Buena noticia de la salvación y la gracia, pone en primer plano las normas morales a que debe someterse nuestra voluntad. Ya las mismas preguntas que la gente le dirigía a Juan están referidas al “hacer” y, además, a ese hacer que se nos impone como deber: “¿qué tenemos que hacer?” Las respuestas de Juan parecen las verdades del barquero, evidencias de sentido común y que se pueden resumir en el deber de la justicia. A todos (a la “gente”) les exige la disposición a compartir lo que tienen con los necesitados; a los que están investidos de ciertas responsabilidades y cierta autoridad o poder, la exigencia es la de no abusar de su posición, esto es, abstenerse de hacer el mal en beneficio propio. La exigencia de justicia, efectivamente, se desdobla en dos principios complementarios: el más exigente y universal, o de justicia negativa, que prohíbe hacer mal a nadie (“el primer bien que hay que hacer es no hacer mal”); y el segundo, de solidaridad o de misericordia, que manda hacer el bien en la medida de lo posible. Son dos principios complementarios y necesariamente implicados entre sí, que no se deben separar demasiado radicalmente. La misericordia supone la justicia: si quiero que me ayuden, es justo que yo lo haga con los demás; y la justicia exige la misericordia: si no quiero ofender a nadie, es porque reconozco su dignidad, y esto me ha de mover a ayudarles.


Hemos de reconocer que lo que responde Juan a la gran cuestión de “¿qué debemos hacer?”, si bien no resulta muy original, en absoluto carece de importancia. En verdad, si todo el mundo se abstuviera de hacer mal a los demás, y se esforzara en ayudar a los necesitados en la medida de sus posibilidades, cambiaría la faz de la tierra. ¿No será, pues, la justicia suficiente? Si en nuestro interior consideramos que, en lo fundamental, vivimos de acuerdo con esas exigencias, a la pregunta ¿qué tenemos que hacer?, podemos agregarle esta otra: y ¿qué más podemos hacer?, o, dicho de otra forma, ¿por qué tendríamos que hacer algo más? ¿Es que acaso esto no es suficiente? Conformarnos con el horizonte de la justicia como meta última de nuestra vida y de nuestra historia es lo que está implicado en la pregunta ulterior que las gentes se hacían respecto de Juan el Bautista: ¿No será éste el Mesías? Que Juan sea el Mesías significa que las estrictas exigencias de la ley y del deber son el contenido último de la salvación a la que aspira el corazón humano; o que son el precio que hay que pagar para obtener esa salvación como premio. Bueno, no es poco; no está mal…, pero nos sabe a poco. ¿Dónde queda el espacio para la alegría? ¿Consiste la plenitud de felicidad, que el corazón humano anhela y que anima todas sus utopías, en una existencia funcionarial marcada por el frío deber? Estas preguntas no son meramente retóricas. Plantean una cuestión de gran actualidad que afecta a la vida de numerosos cristianos, o de personas que se creen justificadas por su propia justicia y no sienten la necesidad de dar un paso más para encontrarse con Cristo. Son los que consideran que “ser buena persona” es suficiente. Como se suele decir, “yo no mato, no robo y pago mis impuestos”; es decir, no hago mal a nadie y el bien que pueda hacer, que lo haga el Estado, que para eso pago. A éstos Juan el Bautista les basta como Mesías, no tienen que esperar a otro. Por eso se abstienen de rezar, de celebrar la Eucaristía, de practicar su fe. La verdad es que no es poco. Pero se quedan cortos, no tanto en lo que tienen que hacer, sino en lo que podrían recibir; pues Juan habla precisamente de “otro”, y sus exhortaciones nos preparan para algo más grande, que no niega, pero que trasciende el ideal, algo taciturno, digámoslo todo, de la justicia y del deber estricto.

El tercer Domingo de Adviento, Domingo “Gaudete”, “¡regocijaos!”, es un momento de inflexión: concluye el ciclo de Juan y se abre uno nuevo, al que todavía no se le da nombre, pero que es el tiempo de María. Juan, el último de los profetas, prepara el camino, enseña a los hombres cómo han de disponerse para acoger al que ha de venir, cuáles son las condiciones mínimas. Pero, al mismo tiempo, cede el paso a otro, señalando la insuficiencia de su propia profecía: él no es el Mesías, éste superará todas las expectativas, nos dará, si lo acogemos, mucho más de lo que podemos pedir o merecer. La salvación no es el premio (la paga extra) que reciben los funcionarios del deber, es mucho más. Además del deber está la gracia; además de la justicia, el amor; más allá del estricto cumplimiento de nuestros deberes, está la alegría de la fiesta, el don gratuito que no se merece, pero que expresa la sobreabundacia del amor.


Las relaciones debidas de justicia, que expresan el mínimo de una existencia decente, pueden salvarnos del infierno en que con demasiada frecuencia se convierte la convivencia humana a causa del egoísmo, la prepotencia y la violencia; pero si nos quedamos en ellas sentimos, en primer lugar, que nuestra debilidad moral nos impide perseverar en ellas sin fisuras (¿quién podrá tirar la primera piedra?); si nos mantenemos en los estrictos límites de la justicia, se plantea sin remedio la cuestión de qué hacer con las casi inevitables contravenciones contra ella, que piden (en justicia) compensación y castigo; por fin, si, pese a todo, conseguimos con esfuerzo acercarnos a ese ideal de la justicia, descubrimos que podemos establecer así relaciones objetivas de conciudadanos, pero que nuestro corazón no se conforma con esto y aspira a una relación más cálida que la mera convivencia civil. 

Dios nos ha dado en eso que antes se llamaba la “ley natural”, y que ahora se rebautiza con otros nombres (ética civil, laica, etc.; no discutamos sobre palabras), las exigencias mínimas de una existencia decente. Eso es “lo que tenemos que hacer”. Pero lo que se nos anuncia ahora es mucho más: no lo que tenemos que hacer nosotros, sino lo que Dios quiere hacer en nuestro favor. Quiere encontrarse con nosotros, mostrarnos su rostro humano y amable en Jesucristo, y, en Él, descubrirnos su rostro de Padre, reunirnos como a hijos, vincularnos con lazos de fraternidad, bendecirnos en su presencia, perdonar nuestras debilidades y maldades, llenarnos de alegría y regocijo.


“El que ha de venir” no lo hace para añadir nuevos preceptos a la ley, cargando nuestras espaldas con más fardos; su mensaje no es el de un legislador, sino el de uno que viene a traernos regalos inesperados e inmerecidos. 
Juan, saliendo ya de la escena, nos invita, sí, a perseverar en la justicia, pero también a abrirnos a un horizonte más grande, a la recepción de dones inmerecidos, de gracias que han de llenar nuestro corazón de gozo y alegría. La “Llena de gracia” ya está tomando el testigo.

Junto con el innegociable compromiso con la justicia, el gozo presentido por la esperanza, que esponja, ensancha y embellece a aquella, es el testimonio que los cristianos hemos de dar para que, por medio de él, nuestro mundo sepa que “el Señor está cerca”, que hay motivos para la alegría.

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