domingo, 30 de diciembre de 2012

Fiesta de la Sagrada Familia (Evangelio dominical)


La Iglesia nos coloca la Fiesta de la Sagrada Familia enseguida de la Navidad, para ponernos de modelo a la Familia en que Dios escogió nacer y crecer como Hombre.
Jesús, María y José.  Tres personajes modelo, formando una familia modelo.  Y fue una familia modelo, porque en ellos todo estaba sometido a Dios.  Nada se hacía o se deseaba que no fuera Voluntad del Padre.

El Evangelio (Lc. 2, 41-52) nos narra el incidente de la pérdida de Jesús durante tres días y de la búsqueda angustiosa de José y María, que culmina con aquella respuesta desconcertante de Jesús: “¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”.  El Padre y las cosas del Padre de primero.  Así, en la casa de Nazaret todo estaba sometido al Padre.  Jesús mismo pertenece al Padre Celestial, antes que a María y José.

La familia está hoy en crisis.  Y seguirá estándolo mientras los esposos y los hijos no tengan como modelo a Jesús, María y José.  Todo en ellos giraba alrededor de Dios.  Como en la Sagrada Familia, con los esposos debe haber un “tercero” que debe estar siempre de “primero”: Dios.  Entre padres e hijos, debe estar ese mismo “tercero”, (Dios) pero siempre de “primero”.  De otra manera las relaciones entre los miembros de la familia pueden llegar a ser muy difíciles y hasta imposibles.



La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, es lo único que garantiza la permanencia de la familia y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret.

Por eso Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos.  Pero ... ¿qué sucede, entonces? 
Para responder, cabe hacernos otras preguntas:  ¿Dónde está Dios en las familias?  ¿Qué lugar se le da a Dios en las familias?  ¿Es Dios el personaje más importante en las familias?  ¿Se dan cuenta las parejas que se casan ante el altar, que para cumplir el compromiso que están haciendo al mismo Dios, deben poner a ese Dios de primero en todo?  ¿Se recuerdan de esto a lo largo de su vida de casados?  ¿Ponen a Dios de primero entre sus prioridades?  ¿Enseñan esto a sus hijos?

Y como viene siendo habitul traemos las reflexiones de tres religiosos que lo hacen en nuestra lengua, en este domingo de celebración de La Sagrada Familia.



Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,41-52)

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
Palabra del Señor


COMENTARIO

¿Por qué me buscabais?


El nacimiento de Jesús significa que el Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto de relaciones en que la vida humana consiste. La primera de estas relaciones, fundamental para la existencia del hombre y su sentido, es la relación paterno-filial. Al aparecer en el mundo totalmente menesteroso y dependiente, el recién nacido percibe a sus padres (primero a su madre, después también a su padre) como una fuerza superior, providente y poderosa que remedia todas sus necesidades: alimento, calor, higiene, afecto, acogida. Esta inicial relación de dependencia garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad psicológica (da seguridad, confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es importante); y, por fin, abre a la relación religiosa: la sumisión a los padres es temporal y provisional, al ir creciendo el niño, convertido en joven, descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va aumentando con la edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte, y son los ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus hijos. La primera lectura lo expresa con claridad, subrayando primero la “mayor respetabilidad” de los padres y recordando, después, el deber de los hijos hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos, honrarlos hasta el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento positivo de los referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente entre los siguientes y los tres primeros: porque es en esa inicial y provisional relación vertical con los padres donde se configura la relación religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con confianza en el poder benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede últimamente del Dios Padre de todos. Fácil es entender que si el niño es maltratado o no suficientemente querido, se produce una distorsión en su percepción del mundo, que dificultará muchísimo una relación equilibrada con los demás y una adecuada imagen de Dios. De ahí la extraordinaria responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y también de ahí la autoridad de que han sido investidos por Dios.

Por el contrario, el amor y la acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en formas sanas de relación con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera, sino la “horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo, hasta la forma privilegiada y exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una mujer. El texto de la carta a los Colosenses empieza con una exhortación a las verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata de una pura idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas relaciones deben superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante y el necesario perdón, que solo aparece cuando se dan ofensas y conflictos. 


Cristo ha venido a sanar, salvar y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus relaciones, también heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos capacita, se hace posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer de ellos un cuerpo armónico, vivir en paz. Sin embargo, precisamente cuando se refiere a las relaciones familiares hay algo en el texto que rechina en nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones que llaman a la “sumisión” de las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortación a la obediencia de los hijos les suene mal. Pero es importante leer estos textos en la clave adecuada: y esta no es el moderno concepto de igualdad, sino la idea evangélica del amor. En este y en otros textos de Pablo, en los que parecen resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de saber ver ante todo el espíritu evangélico que los anima, que habla de una sumisión libre y de una entrega total por parte de los dos cónyuges. Si la mujer se somete, lo hace no servilmente, sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte, no dominar, sino entregarse sin reservas a su mujer, en la que ama a su propio cuerpo; del mismo modo que la autoridad paterna sobre los hijos debe evitar todo despotismo que exaspera y desanima, para que la obediencia de estos sea un camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu cristiano de amor y servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad de hijos de Dios), sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta las diferencias que enriquecen la unidad.
El mejor ejemplo de este espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que no excluye ni esconde los inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser sí mismo. Y este proceso nunca es sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese crecimiento. Los padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un matiz  psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre: ésta es sobre todo el principio generador, la tierra, que acoge y engendra confianza; el padre es el principio de crecimiento, el ideal que exige y llama. En el caso de José, su papel tiene importancia capital en este segundo aspecto: representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como mediación de su experiencia filial respecto de su Padre, Dios.


El texto de hoy recoge, precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones familiares. Jesús ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de la madurez. De ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él emprenda su propio camino, le lleven por vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo uso de este primer momento de autonomía “se pierde”. Tal como suena el texto, da la impresión de que toma una decisión, para la que, además, no cuenta con la opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un primer paso en busca de su propia vocación. 

Es bastante clara la alusión a la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios. Sólo a los tres días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros, como uno de ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando sus propias respuestas. Jesús no está en el templo como en un refugio en el que escapar de los problemas e interrogantes de la vida. Al contrario: Jesús pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza sus propias respuestas. Es decir, Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como realidades abiertas, en las que no existen soluciones prefabricadas. Y de esta manera va comprendiendo su propia vocación: la total dedicación a las cosas de su Padre.

A los padres, normalmente, les cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su niño”, completamente dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias decisiones. De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto reproche por la angustia de haberlo perdido. En la respuesta de Jesús suena, por un lado, la reivindicación de su propia autonomía (“¿por qué me buscabais?”); pero también una indicación precisa de dónde podemos encontrarlo, siempre que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas” de su Padre, que no son otra cosa que el anuncio y la implantación del Reino de Dios y la salvación de los hombres.

María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les cuesta entender el camino de los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta percibir y entender a la primera la Palabra de Dios. La actitud correcta es la que nos enseña María: la paciencia y la confianza que dejan madurar la semilla de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma paciencia y confianza la encontramos en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa total independencia y ruptura. Tras la escapada adolescente Jesús “regresó con sus padres y vivía sometido a ellos”. Este sometimiento yo no es algo forzado por la total indefensión del recién nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se someterá a la voluntad de su Padre celestial, así ahora se somete con libertad a la autoridad (no despótica o exasperante, sino abierta, respetuosa) de sus padres en la tierra, para seguir creciendo y madurando. Y es que, en verdad, el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más grande que él, que lo libera, y que vale más que la vida. 

Comprendemos a la luz de la Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el camino hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir avanzando hacia la madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es nuestro maestro y pedagogo. Si a veces se pierde y nos fuerza a buscarlo con angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las cosas del Padre, inquiriendo, preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y sometiéndonos libremente y por amor al servicio de nuestros hermanos.

  


FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52). El evangelista San Lucas, amante, como buen historiador, tanto de los detalles como de los resúmenes, nos ofrece en el verso final del Evangelio de hoy, fiesta de la Sagrada Familia, un magnífico resumen de la vida en familia de Jesús en Nazaret. Claro que ese verso y en concreto las palabras relativas al crecimiento en la gracia nos viene también muy bien a nosotros para seguir avanzando en nuestra comprensión de la gracia de la Indulgencia plenaria, gracia con que la Iglesia nos sigue bendiciendo en este “Año de la fe”. Crecer en gracia, he ahí la clave para entender la Indulgencia plenaria. Pero para crecer en gracia es preciso recomponer el sujeto, recomponer el corazón, que ha quedado estragado, desorientado y maltrecho por el pecado. La gracia de la Indulgencia llega, pues, hasta el centro más profundo de la persona, hasta el generador de todos nuestros actos, hasta el corazón. Tratemos de descubrir en el día de hoy hasta qué punto el pecado ha dañado nuestros centros vitales para ver cómo es necesario que la gracia baje hasta esos centros y los limpie, ordene y eduque. Articulamos nuestro comentario en tres pasos: El pecado nos hace pecadores (primero) y una vez perdonado el pecado (segundo) es preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un  camino de crecimiento en la gracia (tercero).

El pecado nos hace pecadores. Primer elemento de nuestra explicación. Alguien ha dicho que uno es hijo de sus propias obras y no le falta razón a quien lo ha dicho. Cuando uno comete un pecado, ese pecado cometido le hace a uno pecador. Lo peor, por ejemplo, de decir una mentira no es la mentira en sí, sino que esa mentira nos hace mentirosos. Lo más grave del pecado es que nos hace pecadores; es como si el pecado, que parece algo tan superficial y exterior, fuera calando, calando, calando hasta llegar a los últimos estratos de nuestro ser personal y lo fuera todo contagiando; el pecado no se detiene hasta que llega a los centros vitales de la persona y allí se adueña de los mandos de la persona, dando una especie de golpe de estado en que el señorío de la verdad queda sustituido por la tiranía de los apetitos. La solución a este desorden no viene sólo por el perdón de los pecados sino que es precisa una acción ulterior y profunda de la gracia que actúe en esos centros vitales para vuelvan a ser generadores del bien en todo su alcance, pues con el pecado se ha producido una gran alteración. El pecado ha alterado nuestra capacidad de ver sin deformaciones, ha alterado nuestra capacidad de valorar las cosas según la justicia de Dios, ha alterado nuestra capacidad de juzgar con verdad, ha alterado nuestra capacidad de obrar con determinación y altura de miras. Las consecuencias del pecado son bastante más graves de lo que la gente cree.



El pecado puede ser perdonado y de hecho es perdonado. Segundo elemento de nuestra explicación. De hecho, ningún pecado por grave que sea se resiste al poder de Dios, cuando el pecador se abre a la acción de la gracia sacramental. Al ser perdonados por Dios, queda, por una parte, perdonada la ofensa o desprecio personal que le hemos hecho a Dios y queda, además, eliminada la consecuencia primera y directa que lleva consigo la ruptura de la comunión con Dios, que es la privación de la vida eterna. Por el perdón de Dios queda perdonada la culpa y cancelada la pena eterna por parte de Dios. ¿Y ya está todo arreglado? No, porque nuestro corazón ha quedado desarreglado. A veces pensamos que el pecado es como un objeto feo que tenemos en un cuarto de nuestra casa, por ejemplo una silla vieja o un tresillo desvencijado, y que lo arrojamos fuera y ya ha quedado todo arreglado. Pero nuestro corazón es algo más que un cuarto hecho de rasillas o baldosas, es algo más que cuatro paredes frías e inertes; nuestro corazón es el centro de operaciones de un ser vivo y el pecado le ha dañado en su capacidad de hacer el bien según el dictado de la recta razón. El pecado ha dejado como consecuencia interna dentro de nosotros, como nos dice el Catecismo, “un apego desordenado a las criaturas” (Catecismo, 1472). Esto es lo que se llama la “pena temporal”. La pena temporal no es como una pequeña brizna material de suciedad que ha quedado oculta en algún rincón de la casa o como una telaraña que quedó detrás de algún mueble. La pena temporal, por ser un apego desordenado a las criaturas, dice referencia no tanto a la suciedad sino al generador de suciedad, al corazón de la persona. La pena temporal consiste en que los apetitos han tomado el mando del centro directivo de la persona, del corazón. Si el corazón no se arregla, la suciedad seguirá brotando continuamente de él. Precisamente la gracia de la Indulgencia plenaria, que Dios bondadosamente nos da por medio de su Iglesia, se dirige a la purificación de esos apegos desordenados, a la purificación del corazón.


Es preciso reeducar el corazón para que pueda emprender un  camino de crecimiento en la gracia. Tercer elemento de nuestra explicación. La obra de Dios en el alma no termina con el perdón de los pecados, sino que más bien empieza con el perdón de los pecados. Cuando el hijo pródigo de la parábola regresa a casa, ha terminado, ciertamente, su exilio, pero comienza entonces un largo periodo reeducativo para que asimile los modos paternos de mirar, de valorar, de juzgar, de obrar. El perdón es cuestión de un momento pero la reeducación es cuestión de años. Y a eso viene la Indulgencia plenaria, a acelerar y ultimar el proceso de reeducación del corazón. Es obra de Dios el perdón de los pecados y es obra de Dios el posterior trabajo reeducativo de nuestro corazón que nos va liberando de los apegos desordenados o apetitos, por emplear un término clásico de la literatura espiritual. La obra educativa de Dios es posterior al perdón de los pecados; por eso precisamente, para recibir el don de la Indulgencia plenaria hay que estar en gracia.

Ánimo y valor porque Dios quiere hacer obras muy grandes y hermosas en nosotros. Dejémonos educar por Dios nuestro Padre y colaboremos, en lo que dependa de nosotros, en esa gran obra reeducativa de nuestro corazón. Así nosotros, igual que Jesús en Nazaret, iremos “creciendo  en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52).

sábado, 29 de diciembre de 2012

Hoy es ... San Tomás Becket, Arzobispo y Mártir !!


Nació en Londres en 1170. Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) quien se dio cuenta que Tomás tenía cualidades excepcionales para el trabajo, así que le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes.

Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia. Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y éste en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores.


Tras la muerte del Arzobispo Teobaldo en 1161, el rey Enrique II de inmediato pensó en Santo Tomás como el mejor candidato para ocupar dicho cargo, pero nuestro santo se negó muy cortésmente alegando que él no era digno para tan honorable puesto.


Sin embargo, un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice Alejandro III lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó. Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo".


Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sucedió. Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a calumniar al arzobispo en presencia del rey. Dicen que en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?"



Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido hizo penitencia durante dos años, para obtener la reconciliación en 1172.






Oremos



 



Señor, tu que concediste a tu santo obispo y mártir Tomás Becket una gran fortaleza de ánimo para que sacrificara su vida por defender la justicia y la libertad de la Iglesia, concédenos, por su intercesión, estar dispuesto à entregar nuestra vida por Cristo en éste mundo, para que podamos volver a encontrarla para siempre en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Hoy es... San Juan Evangelista !!


San Juan tuvo la inmensa dicha de ser el discípulo más amado por Jesús. Nació en Galilea y fue hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el mayor.

San Juan era pescador, tal como su hermano y su padre, y según señalan los antiguos relatos, al parecer fue San Juan, que también fue discípulo de Juan el Bautista, uno de los dos primeros discípulos de Jesús junto con Andrés. La primera vez que Juan conoció a Jesús estaba con su hermano Santiago, y con sus amigos Simón y Andrés remendando las redes a la orilla del lago; el Señor pasó cerca y les dijo: "Vengan conmigo y los haré pescadores de almas".

Ante este subliminal llamado, el apóstol dejó inmediatamente sus redes, a su padre y lo siguió. Juan evangelista conformó junto con Pedro y Santiago, el pequeño grupo de preferidos que Jesús llevaba a todas partes y que presenciaron sus más grandes milagros. Los tres estuvieron presentes en la Transfiguración, y presenciaron la resurrección de la hija de Jairo. Los tres presenciaron la agonía de Cristo en el Huerto de los Olivos; y junto con Pedro se encargó de preparar la Última Cena. A Juan y su hermano Santiago les puso Jesús un sobrenombre: "Hijos del trueno", debido al carácter impetuoso que ambos tenían.


Estos dos hermanos vanidosos y malgeniados se volvieron humildes, amables y bondadosos cuando recibieron el Espíritu Santo. Juan, en la Última Cena, tuvo el honor de recostar su cabeza sobre el corazón de Cristo. Fue el único de los apóstoles que estuvo presente en el Calvario. Y recibió de Él en sus últimos momentos el más precioso de los regalos. Cristo le encomendó que se encargara de cuidar a la Madre Santísima María, como si fuera su propia madre, diciéndole: "He ahí a tu madre". Y diciendo a María: "He ahí a tu hijo". El domingo de la resurrección, fue el primero de los apóstoles en llegar al sepulcro vacío de Jesús. Después de la resurrección de Cristo, en la segunda pesca milagrosa, Juan fue el primero en reconocer a Jesús en la orilla.

Luego Pedro le preguntó al Señor señalando a Juan: "¿Y éste qué?". Jesús le respondió: "Y si yo quiero que se quede hasta que yo venga, a ti qué?". Con esto algunos creyeron que el Señor había anunciado que Juan no moriría. Pero lo que anunció fue que se quedaría vivo por bastante tiempo, hasta que el reinado de Cristo se hubiera extendido mucho. Y en efecto vivió hasta el año 100, y fue el único apóstol al cual no lograron matar los perseguidores. Juan se encargó de cuidar a María Santísima como el más cariñoso de los hijos. Con Ella se fue a evangelizar a Éfeso y la acompañó hasta la hora de su gloriosa muerte. El emperador Domiciano quiso matar al apóstol San Juan y lo hizo echar en una olla de aceite hirviente, pero él salió de allá más joven y más sano de lo que había entrado, siendo desterrado de la isla de Patmos, donde fue escrito el Apocalipsis. Después volvió otra vez a Éfeso donde escribió el Evangelio.


A San Juan Evangelista se le representa con un águila al lado, como símbolo de la elevada espiritualidad que transmite con sus escritos. Ningún otro libro tiene tan elevados pensamientos como su Evangelio. Según señala San Jerónimo cuando San Juan era ya muy anciano se hacía llevar a las reuniones de los cristianos y lo único que les decía siempre era esto: "hermanos, ámense los unos a otros". Una vez le preguntaron por qué repetía siempre lo mismo, y respondió: "es que ese es el mandato de Jesús, y si lo cumplimos, todo lo demás vendrá por añadidura". San Epifanio señaló que San Juan murió hacia el año 100 a los 94 años de edad.

San Juan   « San Juan, natural de Betsaida de Galilea, fue hijo de Zebedeo y de Salomé, y hermano de Santiago el Mayor. Siendo primeramente discípulo de San Juan Bautista y buscándolo con todo corazón el reino de Dios, siguió después a Jesús, y llegó a ser pronto su discípulo predilecto.
Desde la cruz el Señor le confió su Santísima Madre, de la cual Juan, en adelante, cuidó como de la propia.- Juan era aquél discípulo «al cual Jesús amaba» y que en la última Cena estaba «recostado sobre el pecho de Jesús» (Juan 13, 23), como amigo de su corazón y testigo íntimo de su amor y de sus penas.

Después de la Resurrección se quedó Juan en Jerusalén como una de las «columnas de la Iglesia» (Gal 2,9 ), y mas tarde se trasladó a Efeso del Asia Menor. Desterrado por Domiciano    ( 81–96) a la isla de Patmos, escribió allí El Apocalipsis. A la muerte del tirano pudo regresar a Efeso, ignorándose la fecha y todo detalle de su muerte. Además de El Apocalipsis y tres Epístolas, compuso a fines del primer siglo El Evangelio que lleva su nombre, que tiene por objeto robustecer la fe en las mesianidad y divinidad de Jesucristo, á la par que sirve para completar los Evangelios anteriores, principalmente desde el punto de vista espiritual, por lo cual ha sido llamado el Evangelista del amor.
Su lenguaje es de lo más alto que nos ha legado la Escritura Sagrada, como se ve en el prólogo, que, por la sublimidad sobrenatural de su asunto –los orígenes eterno del Verbo- , no tiene semejante en toda la literatura humana»



Himno



Vosotros, que escuchasteis la llamada de viva voz que Cristo os dirigía, abrid nuestro vivid y nuestra alma al mensaje de amor que Él nos envía.

Vosotros, que invitados al banquete  gustasteis el sabor del nuevo vino, llenad el vaso, del amor que ofrece, al sediento de Dios en su camino.

Vosotros, que tuvisteis tan gran suerte de verle dar a muertos nueva vida, no dejéis que el pecado y  que la muerte nos priven de la vida recibida.

Vosotros, que los visteis ya glorioso, hecho Señor de Gloria sempiterna, haced que nuestro amor conozca el gozo de vivir junto a Él la vida eterna.- Amén
 



martes, 25 de diciembre de 2012

Ha nacido el Salvador !!


Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores 


Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores
llevémosle todos ovejas y flores

La estrella en el cielo le sirve de guía
llegando al portal donde está María
San José dichoso contempla al Dios Niño
y mira orgulloso arder su cariño.

Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores
Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores
llevémosle todos ovejas y flores 

Todos los pastores se acercan a él,
le llevan sus almas al Dios de Israel,
Te entrego mi alma, mi niño Jesús,
alza ya tu techo, tu lecho y tu cruz

Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores
Ha nacido el niño, cantan los pastores
llevémosle todos ovejas y flores
llevémosle todos ovejas y flores 



lunes, 24 de diciembre de 2012

Esta noche es Nochebuena!!


“Esta noche es nochebuena,
y no es noche de dormir,
que la Virgen tiene un niño,
que nos viene a redimir...

En Belén cantan las glorias,
de Jesús el Redentor,
los pastores y pastoras, l
e festejan con amor. “.



¡Hoy sí podemos cantar el villancico con propiedad! Hoy sí estaremos todos, de un modo u otro, preparando la cena, adornando la casa, ultimando el Belén… Ojala dediquemos tiempo y espacio –por dentro y por fuera- a prepararlo todo. Y ojala no nos ocurra como al rey David en la primera lectura de hoy que, con la mejor voluntad y poca lucidez (eso que nos pasa tan a menudo) quiere construir un templo al Señor, pues “mientras yo vivo en un casa de cedro, el arca del Señor vive en una tienda”.

¡Cuántas veces seguimos creyendo que nuestros gustos y deseos son los de Dios, nuestras necesidades y sueños los suyos! Y parece ser que no siempre coinciden… no siempre.

¡Cuántas veces nos situamos en la vida, en nuestras relaciones o tareas apostólicas como si el futuro del mismo Dios dependiera de mí y de lo que yo pueda darle! Y entonces, volvemos a escuchar la voz de Dios: “¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos donde cuidabas ovejas… Yo te he creado… Yo te cuido… Yo te salvo…”

Y entonces, en esos momentos de lucidez evangélica que a veces nos regala Dios, sólo entonces, podemos cantar y bendecir al Señor como Zacarías, “porque el Dios de Israel visita y redime a su pueblo” cada día.

Esta Noche Santa y Buena, delante del Niño Jesús y delante del Dios que nos habita, el Altísimo hecho Pequeñísimo, volvamos a confesar nuestra fe y nuestro amor y olvidémonos de construir grandezas. Dios tiene ya el mejor y más bello templo donde habitar: la Creación entera y en especial, la carne de todo ser humano.

Feliz Nochebuena.


Y esta noche, nace El Salvador! 



Esta noche nace el Salvador… nuestro Rey, nuestro Señor… esta noche nace en el más humilde de los lugares… entre animales y suciedad… nace como el más pobre de los pobres… ese, que es Dios mismo, nace como la más humilde de las criaturas de Dios…

Nace frágil e indefenso… con toda la fragilidad de nuestra naturaleza humana… y se pone en las manos de José y María… ¡cuánta confianza tiene Dios ellos!… ¡y cuánto gozo deben haber sentido ellos al tomarlo entre sus brazos por primera vez!

De nuevo, esta noche, Jesús nace en nuestros corazones… y como José y María, nosotros lo acogemos con júbilo, con gozo, con alegría… y lo apretamos muy fuerte a nuestro pecho… y queremos protegerlo… guardarlo… mimarlo… para que siempre permanezca aquí… con nosotros… en nosotros…

Ese el verdadero tesoro… y es el más maravilloso de los regalos que vamos a recibir el día de mañana… el niño Dios que llega a nuestras vidas para iluminarlas con su amor…

Que Dios los bendiga en esta Nochebuena… y todas las noches de sus vidas… porque hace dos mil años hubo la más “buena” de las noches… y desde entonces, cada día es Navidad…






Fuentes: 
Iluminación Divina. 
Rosa Ruiz, Misionera Claretiana 
Ángel Corbalán

domingo, 23 de diciembre de 2012

" Y Bendito el fruto de tu vientre" !! (Evangelio dominical)


Termina el Adviento y ya llega la Navidad.  Ya nace el Redentor del mundo en Belén, esa “pequeña entre las aldeas de Judá”.  Pero, dice la profecía de Miqueas (Mi. 5, 1-4)  “de tí saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a los días más antiguos”.   La profecía hacía alusión al Mesías, a su origen antiguo (eterno), por lo tanto a su divinidad.  Y también a la omnipotencia y grandeza de Dios: “la grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y El mismo será la Paz”.  

Los israelitas sabían que el Mesías debía nacer en Belén.  Prueba de ello es que cuando los Reyes Magos llegan a Jerusalén preguntando por El, los sumos sacerdotes refirieron al Rey Herodes esta profecía de Miqueas (cfr. Mt. 2, 1-6). Suponemos, entonces, que la Virgen y San José conocían esta profecía y que el viaje obligado de José a Belén para el censo, les daría una certeza adicional de que Quien nacería del seno de la Virgen, era verdaderamente el Mesías.

Lo curioso es que pareciera que el César controlara su gran imperio.  Pero –si nos fijamos bien- es Dios el que está al mando de la situación.  Dios utiliza este decreto sorpresivo del César para que se cumpla el decreto previo de Dios:  el Mesías ha de nacer en Belén.  Un detalle que nos muestra que Dios es el Señor de la Historia:  la de cada uno, la de cada nación, la de cada pueblo.  Somos actores, pero Dios dirige…aunque no nos demos cuenta.


La profecía también anunciaba a María, la Madre del Redentor.  “Si Yahvé abandona a Israel, será sólo por un tiempo, mientras no dé a luz la que ha de dar a luz”.   María, la que habría de dar a luz, preanunciada desde el comienzo de la Escritura (Gn. 5, 30)  como la que aplastaría la cabeza de la serpiente con su descendencia divina, es la Madre del Mesías.  Además es la vencedora del Demonio por su fe y su entrega a Dios.  María era simple criatura de Dios, adornada -es cierto- de dones inmensos, pero tuvo que tener fe y tuvo que dar su sí.  Y con su fe y con su sí se realizó el más grande milagro:  Dios se hace Hombre y nos rescata de la esclavitud del Demonio.

“Dichosa tú que has creído que se cumpliría cuanto te fue anunciado de parte del Señor” (Lc. 1, 39-45).   Son palabras de Santa Isabel, su prima, cuando María encinta llegó a visitarla.  Isabel conocía de sobra la importancia de la fe, pues su marido, Zacarías, no había creído lo que el Ángel le había anunciado a él sobre la concepción milagrosa de su hijo, San Juan Bautista, el Precursor del Mesías.  Milagrosa, porque eran una pareja estéril y añeja.  Zacarías quedó mudo hasta después del nacimiento de Juan, por no haber creído que lo anunciado se cumpliría. (cfr. Lc. 1, 5-25 y 57-80).

Fe y entrega a la Voluntad de Dios, tanto en la Madre como en el Hijo, son condiciones indispensables para seguirlos, para que se cumpla en nosotros lo que Dios nos ha prometido y lo que nos trae en Navidad: nada menos que nuestra salvación!

Y como viene siendo habitual, traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos que lo hace en nuestro idioma y relacionado con La Palabra de Dios, en este domingo IV de Adviento, en este ciclo "C".




Lectura del santo Evangelio según San Lucas (1,39-45):
 

En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. 

Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»

Palabra de Dios






COMENTARIO.





¿Quién soy yo?

Al contemplar el espectáculo de nuestro mundo hay motivos para pensar que los telares en los que se hilan las grandes tramas de la historia están muy lejos de nuestra vida cotidiana. Personajes poderosos se encuentran para tomar decisiones que, después, habrán de afectar a nuestra vida de múltiples formas; decisiones en las que nosotros no tenemos arte ni parte. Grandes centros de poder (político, económico, social…) son testigos de los movimientos que deciden el curso de la historia. Es así, para bien y para mal, y tal vez no pueda ser de otra manera. Pero se entiende que se susciten protestas que piden otra forma de decidir las cuestiones que nos afectan a todos. ¿Es ello posible?


Al menos parece que a Dios sí se le ha ocurrido un camino alternativo. El gran acontecimiento del encuentro pleno y definitivo entre Dios y los hombres discurre por derroteros completamente distintos. Los personajes y los lugares que forman parte de esta otra trama son insignificantes si los juzgamos con los criterios de los grandes sucesos históricos. “¿Quién soy yo?” pregunta Isabel, expresando la conciencia de su propia pequeñez. La pregunta suena a unos pocos kilómetros de una aldea, Belén, la más pequeña entre las aldeas de Judá. Al venir a la humanidad para encontrarse con ella en su propio territorio (en la carne, en el tiempo, en el espacio), Dios no se dirige a los grandes de este mundo, ni busca la puerta de entrada en los centros de poder de las principales urbes (Roma, Atenas, Jerusalén) desde las que, al parecer, puede tener una influencia mayor y más eficaz. Al elegir gentes insignificantes, lugares desprovistos de poder, Dios expresa que no quiere realizar una visita protocolaria, “oficial”, una “cumbre” de esas en las que se habla mucho y se buscan compromisos de papel que suelen acabar siendo papel mojado. Para Dios cada ser humano es un “gran personaje”, el más importante del mundo, así como cada pequeño rincón perdido de la tierra es para Él el centro del mundo. Dios quiere realizar con cada uno de nosotros un encuentro verdadero, en profundidad, y quiere llegar hasta el último lugar en el que  habita el ser humano.

Por todo esto, los encuentros preparatorios, que preceden siempre a las cumbres, tienen también lugar ahora, pero suceden de otra manera, con otro tono, en otra atmósfera. Dios no viene a nosotros a entablar conversaciones mediante un tira y afloja de intereses contrapuestos. Quiere, eso sí, establecer una relación verdaderamente humana, y por eso ha de someterse a las condiciones de nuestra humanidad de carne, que habita en el espacio y el tiempo. Todo el Antiguo Testamento habla prácticamente sólo de estos encuentros preparatorios, no siempre culminados con éxito. Pero ahora, ante la inminencia de la venida, éstos alcanzan el máximo de intensidad. El que nos narra hoy el Evangelio de Lucas nos da algunas claves fundamentales. Se trata, en primer lugar, de un encuentro entre dos mujeres embarazadas, en las que, de modo diverso, está sucediendo el milagro de la vida que florece. María e Isabel no se dedican a quejarse por lo mal que están las cosas, a criticar a los invasores romanos o a las corruptas autoridades políticas y religiosas judías. No, estas mujeres realizan un encuentro de bendición. Y es que Dios no viene en tono amenazante, ni quiere echarnos en cara nuestros pecados. Es decir, no viene en plan reivindicativo. Su visita es salvífica, recreadora, positiva. El diálogo de Isabel con María, carente de toda queja, crítica o amargura, refleja toda esta positividad, expresada en bendiciones mutuas: la de Isabel a María, llena de entusiasmo y alegría; y la que la misma Isabel recibe de María, sin palabras, por la mera presencia del Verbo de Dios en su seno.



Si Isabel y María se encuentran en Aim Karem, en la montaña de Judá, es porque María ha ido al encuentro, ha salido de sí, sin ahorrar esfuerzos, para compartir con Isabel los dones de Dios que ambas han recibido. El protagonismo no lo tienen los intereses contrapuestos, con los correspondientes regateos para llegar a algún acuerdo de mínimos, sino la generosidad pura del que se sabe rico en medio de su pobreza y decide compartir lo que tiene. Y éste es también el espíritu con el que Dios viene a plantar su tienda entre nosotros: para hacernos partícipes de su propia vida, sin ahorrar esfuerzos y sacrificios. Esa es la voluntad de Dios, que Jesús ha venido a realizar a un alto precio, como expresa con fuerza la carta a los Hebreos.


Las condiciones del encuentro de Dios con los hombres, que se van realizando en estos otros encuentros, insignificantes para la gran historia de la humanidad, pero fundamentales para una mirada de fe (que eso son, por cierto, la palabras de Isabel: una confesión de fe), nos abren también los ojos para comprender las consecuencias de aquel: Dios, al someterse a nuestra condición humana, se hace dependiente de nosotros, necesita de nuestra cooperación. Estamos a la espera del nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, todavía no lo vemos, pero podemos ya percibir su presencia como hijo de María. Dios, en la humildad de la carne, se deja llevar de un lugar a otro. Llevado así, en el seno de la doncella de Nazaret, en dependencia de sus andanzas, empieza ya a derramar sus bendiciones.



Al contemplar esta escena luminosa del encuentro entre Isabel y María, podemos comprender el modo concreto en que podemos preparar nosotros el próximo nacimiento de Cristo. De nada sirve que nos quejemos de lo mal que está el mundo, y menos aún de que el espíritu comercial haya secuestrado el verdadero espíritu de la Navidad. Esta queja, que de tan repetida ya cansa, acaba sonando a mala excusa. Ninguna actividad comercial puede secuestrar el sentido profundo de la Navidad si nosotros los creyentes lo vivimos en la condiciones y con las consecuencias que hoy subraya para nosotros la Palabra de Dios. En primer lugar tenemos que propiciar encuentros positivos, encuentros en que dominen las bendiciones y evitemos las maldiciones; encuentros guiados no por intereses particulares (sean mezquinos o legítimos), sino por la generosidad, la capacidad de sacrificarnos por los demás, por la voluntad de compartir los dones que hemos recibido. Finalmente, la Navidad se hará real en nuestro tiempo, en cada rincón del mundo, si alguien, en apariencia insignificante, pero no para Dios, deja que la Palabra habite en él, y se hace portador de ella y, por medio de sus actos y de sus palabras, deja que esa Palabra sea fuente de bendición para otros. Esa Palabra será a veces sólo una semilla, un embrión, como Jesús en el seno de María, pero su acción será ya eficaz y fuente de bendición, suscitará el espíritu profético que anima a Isabel en su bendición y a María en su canto del Magníficat, y hará posible, en algún momento de futura madurez, un encuentro pleno con aquel que ha venido a hacer la voluntad del Altísimo, a cumplir las promesas de Dios y a ser nuestra paz.





“Encuentro y profecía”




A Belén había llegado Ruth en el tiempo en que se segaba la cebada. Con la llegada de aquella extranjera se preparaba un futuro glorioso. De su familia había de nacer el rey David. Pero el profeta Miqueas no mira al pasado cuando ve en aquel lugar el origen de un reinado futuro. De Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, saldrá el jefe de Israel.

Esta profecía de Miqueas no puede ser olvidada. De hecho, la encontraremos de nuevo en el Evangelio según San Mateo. A ella se remiten los sabios, cuando el rey Herodes les consulta sobre el lugar de nacimiento del Rey de los judíos. Un misterioso rey al que vienen buscando los Magos llegados del Oriente.

Belén es más que una pequeña aldea perdida en el recuerdo. Belén es también la esperanza de un mundo renacido. Belén es la promesa de la paz y de la justicia. También es la promesa de la vida. No en vano el profeta Miqueas alude de forma misteriosa a la madre que da a luz, para situar el tiempo del jefe de Israel.


EL DON DE LA VIDA



La vida se hace especialmente presente en el Evangelio que hoy se proclama (Lc 1, 39-45). En él se narra la visita de María de Nazaret a su pariente Isabel. Las dos mujeres llevan la vida de un bebé en sus entrañas. Una vida que es en primer lugar un don exclusivo de Dios, dadas las condiciones de sus madres.


Para María y para Isabel, por otra parte,  la vida de sus hijos es un signo de la escucha y de la acogida de la palabra de Dios. Es la palabra de Dios la que marca los plazos del tiempo. Y la que hace posible lo imposible. Ellas han sabido escuchar la voz de lo Alto. Y por eso han entrado en la órbita de la vida y de la salvación.

Las dos mujeres están llenas del Espíritu de Dios. Así  le había dicho el ángel a María: “el Espíritu de Dios te cubrirá con su sombra”. Ahora, se dice de Isabel que, llena del Espíritu Santo, proclama a María como la bendita entre las mujeres y como madre del fruto más bendito de la tierra.


LA CREENCIA Y LA FE


El Evangelio de hoy se cierra con otra frase inolvidable de Isabel:: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Es ésta la primera de todas las bienaventuranzas de la nueva era de la salvación.

• “Dichosa tú que has creído”. La creencia de María no era una simple credulidad. Ante el anuncio del Ángel, ella había querido saber. Mostraba sus dudas. No era fácil comprender el anuncio. Ni aceptar una responsabilidad no esperada. Y, sin embargo creyó.

• “Dichosa tú que has creído”. La creencia de María no obedecía a un deseo de sobresalir entre las gentes de su pueblo. Sospechaba ella lo que aquella maternidad podía costarle. El ángel parecía adivinar sus temores. Y sin embargo creyó.

• “Dichosa tú que has creído”. La creencia de María no se basaba en su conocimiento de la realidad. Ni en su propio saber y entender. No se guardó para sí misma las preguntas que bullían en su interior. No era fácil aceptar una misión imposible. Y sin embargo creyó.
La fe de María era una sencilla pero difícil confianza en el Dios que habla y propone horizontes inesperados. La fe de María se apoyaba sólo en la palabra de Dios. Ahora Isabel le decía que lo dicho por Dios se cumpliría.

- Padre de los cielos, Al prepararnos para celebrar el nacimiento de Jesús, queremos escuchar tu palabra que genera la vida y desencadena la esperanza. Sabemos que tu palabra transformará nuestra vida y hará posible la vida, la salvación y la paz. Por todo ello te damos gracias. 
Amén.