domingo, 17 de diciembre de 2017

«En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Evangelio Dominical)





Hoy, en medio del Adviento, recibimos una invitación a la alegría y a la esperanza: «Estad siempre alegres y orad sin cesar. Dad gracias por todo» (1Tes 5,16-17). El Señor está cerca: «Hija mía, tu corazón es el cielo para Mí», le dice Jesús a santa Faustina Kowalska (y, ciertamente, el Señor lo querría repetir a cada uno de sus hijos). Es un buen momento para pensar en todo lo que Él ha hecho por nosotros y darle gracias.

La alegría es una característica esencial de la fe. Sentirse amado y salvado por Dios es un gran gozo; sabernos hermanos de Jesucristo que ha dado su vida por nosotros es el motivo principal de la alegría cristiana. Un cristiano abandonado a la tristeza tendrá una vida espiritual raquítica, no llegará a ver todo lo que Dios ha hecho por él y, por tanto, será incapaz de comunicarlo. La alegría cristiana brota de la acción de gracias, sobre todo por el amor que el Señor nos manifiesta; cada domingo lo hacemos comunitariamente al celebrar la Eucaristía.




El Evangelio nos ha presentado la figura de Juan Bautista, el precursor. Juan gozaba de gran popularidad entre el pueblo sencillo; pero, cuando le preguntan, él responde con humildad: «Yo no soy el Mesías...» (cf. Jn 1,21); «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí» (Jn 1,26-27). Jesucristo es Aquél a quien esperan; Él es la Luz que ilumina el mundo. El Evangelio no es un mensaje extraño, ni una doctrina entre tantas otras, sino la Buena Nueva que llena de sentido toda vida humana, porque nos ha sido comunicada por Dios mismo que se ha hecho hombre. Todo cristiano está llamado a confesar a Jesucristo y a ser testimonio de su fe. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a aportar el don de la luz. Más allá de esas palabras, el mejor testimonio, es y será el ejemplo de una vida fiel.



Lectura del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):


                                       



Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

Palabra del Señor




COMENTARIO.

                                               



El Evangelio de este Domingo vuelve a presentarnos a San Juan Bautista, esta vez desde el Evangelio de San Juan.

San Juan Bautista, era primo de Jesús, pero no lo conocía, según nos dice él mismo.  Fue su Precursor, apareció en el desierto para anunciar la llegada del Mesías.  Por todo esto San Juan Bautista es un personaje central del Adviento, este tiempo de preparación que la Liturgia nos ofrece antes de la Navidad.

Por ello es útil revisar el relato que de San Juan Bautista hacen los cuatro Evangelistas (Mt. 3, 1-12; Mc. 1, 1-8; Lc. 3, 1-17; Jn. 1, 6-28).  Allí podemos ver varias cosas importantes a tener en cuenta en preparación para la venida del Señor.

San Juan Bautista predicaba un bautismo de arrepentimiento.  Pedía con su predicación que la gente se convirtiera de la vida de pecado y se resolviera a vivir una nueva vida de acuerdo a la ley de Dios.  Es lo que nosotros debemos hacer en preparación a la venida del Señor.


                                 



San Juan Bautista hablaba de preparar el camino del Señor rellenando lo hundido, aplanando lo alzado, enderezando lo torcido y suavizando lo áspero.  Se trata esto de reformar nuestros modos equivocados de comportamiento y de costumbres:  por ejemplo, rellenando las bajezas de nuestro egoísmo y envidia;  rebajando las alturas de nuestro orgullo y altivez;  enderezando los caminos desviados y equivocados que no nos llevan a Dios;  suavizando las asperezas de nuestra ira e impaciencia.  En general, corrigiendo, nuestros defectos, vicios y pecados.

La Primera Lectura es del Profeta Isaías, el cual desde el Antiguo Testamento también anunciaba a Cristo (Is. 61, 1-2 y 10-11).   Isaías fue el Profeta que más claramente describió por adelantado la vida, pasión y muerte de Jesucristo.

En este trozo de Isaías vemos la descripción de la misión del Mesías.  Un día Jesús leyó ese pasaje de Isaías en la Sinagoga de Nazaret, el sitio donde vivía, y agregó al final de la lectura que esa profecía se refería a El mismo.   Y vemos en este mismo episodio que, a pesar de lo admirados que estaban de los milagros de Jesús y de sus enseñanzas, no pudieron aceptar que Jesús, el de Nazaret, el hijo del carpintero, fuera el Mesías esperado.  (cfr. Lc. 4, 16-30).
Veamos con detalle la misión del Mesías, anunciada por Isaías y ratificada por Cristo mismo:

“Anunciar la buena nueva a los pobres”:    la Buena Nueva es el anuncio de salvación que Jesucristo, el Salvador del mundo nos vino a traer.  Y la anuncia a los pobres.  Pero ¿quiénes son estos pobres?  ¿Serán los económica y socialmente pobres?  Y si esto fuera así ¿cómo quedan los que tienen medios económicos y pertenecen a las clases medias o altas?  ¿No es para ellos la Buena Nueva del Señor?  Claro que sí es.  Es para todos: pobres y ricos, considerados desde el punto de vista económico y social.  Pero todos los que reciban la Buena Nueva de salvación sí deben ser pobres en el espíritu.  Son los mismos a quienes Jesús se refiere en las Bienaventuranzas (Mt. 5, 3).   Pobres en el espíritu son aquéllos que se saben nada sin Dios, que saben que nada pueden sin Dios, que en todo dependen de El.


                                         



 Esos están listos para recibir la Buena Nueva que Cristo trae.  En cambio, los ricos en el espíritu, los que creen que pueden por sí solos, los que se creen gran cosa ante Dios, ésos no están listos para recibir el mensaje de Jesucristo.

“Curar a los de corazón afligido”:    Jesucristo vino a sanar a los que sufren.  También esta parte de su misión la menciona en las Bienaventuranzas: “Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados” (Mt. 5, 4).   Jesús cura los corazones afligidos.  Pero los cura mostrándonos que el sufrimiento, bien aceptado y bien llevado, es una gracia muy especial.  Los cura mostrándonos con su sufrimiento, que nuestro sufrimiento, unido al suyo, tiene valor redentor.  Los cura mostrándonos que todo sufrimiento aceptado en Cristo, es la cruz que el Señor nos regala para poder imitarlo y para poder “ser consolados”,  como nos promete esta bienaventuranza.

                      



“Proclamar el perdón a los cautivos y la libertad a los prisioneros”:    Jesucristo nos trae el perdón de los pecados.  Ese perdón nos libera del cautiverio del pecado.  El que está hundido en el pecado, necesita ser liberado.  Y Cristo nos trajo esa liberación. 

 Podemos decir que los seres humanos nos encontrábamos prisioneros en situación de secuestro: estábamos secuestrados por el Demonio, a causa del pecado original de nuestros primeros progenitores.  Pero Cristo pagó nuestro rescate con su muerte en cruz y su resurrección gloriosa.  Ya somos libres; ya se nos ha borrado el pecado original con el Sacramento del Bautismo; y se nos perdonan los demás pecados cometidos, con nuestro arrepentimiento y con el Sacramento de la Confesión.

“Pregonar el Año de Gracia del Señor”.  La aparición de Cristo en nuestra historia fue el Año de Gracia del Señor anunciado desde el Antiguo Testamento por Isaías.  Año de Gracia en nuestra época fue el aniversario número 2.000 de ese gran acontecimiento, cuando la Iglesia, recordando lo anunciado por el Profeta Isaías, proclamó un nuevo Año de Gracia, el del Gran Jubileo del 2.000, el cual fue “año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extra-sacramental ... y de la concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años” (TMA # 14)


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El Salmo nos trae el Magnificat (Lc. 1, 46-55)  esa oración de alabanza que la Santísima Virgen María recita al ser saludada como la Madre de Dios por su prima Santa Isabel.

Y de este Canto de María es bueno resaltar su coincidencia también con lo expresado por el Profeta Isaías:  “A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos”.    Se refieren estos hambrientos a los que necesitan de Dios y de los bienes de Dios.  Y se refieren estos ricos a los que creen no necesitar de Dios y de los bienes de Dios.  Por ello, a los que necesitan del El, Dios los colma de bienes, y a los que se bastan a sí mismos, los despide vacíos.

En la Segunda Lectura (1 Ts. 5, 16-24),  San Pablo nos recuerda lo mismo que San Pedro el pasado domingo sobre nuestra preparación para la venida del Señor:  “que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo”.  Y, además, nos habla San Pablo de la acción del Espíritu Santo en los mensajes proféticos, instruyéndonos sobre la correcta actitud al respecto:  “No impidan la acción del Espíritu Santo, ni desprecien el don de profecía;  pero sométanlo todo a prueba y quédense con lo bueno”.






Vemos en la narración de los Evangelios sobre San Juan Bautista, cómo éste cumplió con su misión de anunciar al Mesías y de preparar su camino.  Y cuando lo vio venir pudo reconocerlo por una íntima revelación que Dios le dio, la cual él hace pública:  “Yo no lo conocía, pero Dios, que me envió a bautizar con agua, me dijo también:  ‘Verás al Espíritu bajar sobre Aquél que ha de bautizar en Espíritu Santo y se quedará en El.’  ¡Y yo lo he visto! Por eso puedo decir que Este es el Elegido de Dios” (Jn. 1, 33-34).

Al ser preguntado por qué bautizaba si no era el Mesías, San Juan Bautista dice que ciertamente él ha estado bautizando con agua, pero que el que viene después de él, bautizará con el Espíritu Santo.

Jesucristo confirmará este anuncio de San Juan Bautista.  En el diálogo nocturno que tuvo con Nicodemo, le dice a este buen fariseo:  “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios sin no nace de nuevo, de arriba”.  Y, ante el asombro de Nicodemo, Cristo le explica:  El que no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios ... Por eso no te extrañes que te haya dicho que necesitas nacer de nuevo, de arriba” (Jn. 3, 3-7).

Y ¿qué es nacer de nuevo, de arriba?  Para entender esto, no hay más que ver a los Apóstoles antes y después de Pentecostés (cfr. Hech.  2 y 5, 17-41).   Antes eran torpes para entender las Sagradas Escrituras y aún para entender las enseñanzas que recibieron directamente del Señor.  También eran débiles en su fe, deseosos de los primeros puestos y envidiosos entre ellos.  Eran, además, temerosos para presentarse como seguidores de Jesús, por miedo a ser perseguidos.

Pero sí hicieron algo:   creyeron y obedecieron el anuncio del Señor: “No se alejen de Jerusalén, sino que esperen lo que prometió el Padre, de lo que Yo les he hablado:  que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hech. 1s, 4-5).




Y ¿cómo se nace de nuevo, de arriba?  ¿Cómo se nace del Espíritu Santo?  Para esto también hay que ver a los Apóstoles muy especialmente en los días  entre la Ascensión del Señor y Pentecostés y también a lo largo de todos los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles:   Nos dice la Escritura que perseveraban en la oración junto con María, la Madre de Jesús (Hech. 1, 14).

Quien ha nacido del Espíritu Santo se da cuenta de que Dios es lo más importante en su vida, se da cuenta que vive para Dios, que Dios es el que manda en su vida (es el Señor, ¿no?).  Eso es estar preparados.  ¿Preparados para qué?  Pues para cuando vuelva el Señor, que volverá en el momento que nos toque morir o en su Segunda Venida al fin de los tiempos.














Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilias.org

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