domingo, 17 de septiembre de 2017

«¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (Evangelio Dominical)

                                                       


Hoy, en el Evangelio, Pedro consulta a Jesús sobre un tema muy concreto que sigue albergado en el corazón de muchas personas: pregunta por el límite del perdón. La respuesta es que no existe dicho límite: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22). Para explicar esta realidad, Jesús emplea una parábola. La pregunta del rey centra el tema de la parábola: «¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (Mt 18,33).

El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Para Jesús, el perdón no tiene límites, siempre y cuando el arrepentimiento sea sincero y veraz. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, obrar con los demás según los criterios de Dios.

El pecado grave nos aparta de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1470). El vehículo ordinario para recibir el perdón de ese pecado grave por parte de Dios es el sacramento de la Penitencia, y el acto del penitente que la corona es la satisfacción. Las obras propias que manifiestan la satisfacción son el signo del compromiso personal —que el cristiano ha asumido ante Dios— de comenzar una existencia nueva, reparando en lo posible los daños causados al prójimo.
                                                           



No puede haber perdón del pecado sin algún genero de satisfacción, cuyo fin es: 1. Evitar deslizarse a otros pecados mas graves; 2. Rechazar el pecado (pues las penas satisfactorias son como un freno y hacen al penitente mas cauto y vigilante); 3. Quitar con los actos virtuosos los malos hábitos contraídos con el mal vivir; 4. Asemejarnos a Cristo. 

Como explicó santo Tomás de Aquino, el hombre es deudor con Dios por los beneficios recibidos, y por sus pecados cometidos. Por los primeros debe tributarle adoración y acción de gracias; y, por los segundos, satisfacción. El hombre de la parábola no estuvo dispuesto a realizar lo segundo, por lo tanto se hizo incapaz de recibir el perdón.


Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,21-35):

                                         


En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo." El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes." El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré." Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»

Palabra del Señor



COMENTARIO.

                                           


A lo largo de todo el Evangelio, Jesús nuestro Señor nos invita -y más que invitarnos, nos obliga- a perdonar.  Y no sólo nos lo dice de palabra, sino que nos da su ejemplo: mientras agonizaba colgado de la cruz, nos enseña con su oración al Padre cómo nos perdona.

A los verdugos que lo torturaban y lo mataban no les reclama nada, sino que oraba así: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34).   ¿Qué mayor ejemplo podemos tener para nosotros perdonar a los que nos hacen daño?  ¿Qué mayor seguridad podemos tener de que Dios nos perdona, aunque hayamos cometido el peor de los delitos, si perdonó así a sus propios asesinos? 

                                         


Sin embargo, siempre nos asalta la objeción:  ¡Es que no puedo perdonar!  ¿Cómo hacer para perdonar?  ¿Cómo perdonar, si nuestra tendencia natural nos lleva al resentimiento, al desquite, a la retaliación e inclusive a la venganza?

Para respondernos esto, debemos estar convencidos Dios nunca nos pide imposibles.  Y si nos está pidiendo perdonar, es porque podemos hacerlo.  Y podemos perdonar, porque El nos da las gracias para hacerlo... más aún, es El Quien perdona en nosotros.

Recordemos algunas instrucciones de Jesús sobre el perdón.  Una de las más célebres es la que nos trae el Evangelio de hoy, aquélla en la que el Señor responde a Pedro cuántas veces se debe perdonar.  Pedro le pregunta: “Señor, ¿hasta siete veces?  (pensando, tal vez, que siete veces era mucho).  Y Jesús le responde con aquella multiplicación (70 x 7), que da un resultado de 490 veces, pero que no significa esa cifra exactamente, ni tampoco 77, sino que es una expresión del Oriente Medio que equivale a decir “siempre”:  “No sólo hasta siete, sino setenta veces siete” (Mt. 18, 21-35).

Por cierto esta expresión aparece ya en el Antiguo Testamento (Gn. 4, 24) en el canto del feroz Lamec, quien se jacta de vengarse de las ofensas “setenta veces siete”. Eso sí: si nos arrepentimos.  Y Jesús nos cuenta una parábola para demostrarnos que El nos perdona mucho, porque muchos son nuestros pecados.  Y nos demuestra también que en realidad a nosotros nos toca perdonar muy poco.   La parábola es la del siervo despiadado, a quien el amo le perdonó una deuda inmensa y éste, enseguida de haber recibido la condonación de su deuda, casi mata a un deudor suyo que le debía una cantidad muy pequeña.




¿Qué sucedió, entonces?  El amo, al enterarse, lo hizo apresar hasta que pagara el último centavo de la deuda que le había perdonado antes.

Y remata Jesús su parábola así: “Lo mismo hará mi Padre Celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

¡Tremenda amenaza!  Así como perdonemos... o dejemos de perdonar, así nos perdonará Dios nuestras deudas con El.

Y esto no sólo nos lo dijo Jesús en ese momento, sino que nos lo ha puesto a repetir cada vez que rezamos el Padre Nuestro, la oración que El nos dejó para rezar al Padre Celestial.  Y ¿qué decimos allí?  Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt. 6, 12-14).

Por cierto, en la versión idolátrica de esta oración que Jesús nos dejó de sus propios labios, se comieron esta frase sobre el perdón.  Sabrá Dios por qué…

Pero volviendo a lo del perdón.  La verdad es que estamos amarrados: si perdonamos mucho, mucho se nos perdonará; si perdonamos siempre, siempre se nos perdonará.  Pero si perdonamos poco, poco se nos perdonará.  Y si no perdonamos… no se nos perdonará.

                               



Cuando nos sea difícil perdonar una ofensa, perdonar a una persona en particular, ayuda mucho pedir a Dios la gracia del perdón, pensando en esa ofensa o en esa persona cada vez que rezamos esa frase en el Padre Nuestro.  En el verdadero Padre Nuestro, ¡claro!

También puede ayudarnos a perdonar el meditar algunas frases que nos vienen en la Primera Lectura (Si. 27, 33-28, 9), tomada del Libro del Eclesiástico o de Sirácide:   “Cosas abominables son el rencor y la cólera ... El Señor se vengará del vengativo ... No guardes rencor a tu prójimo ... Pasa por alto las ofensas”.

Una frase del Libro del Eclesiástico de la Primera Lectura, “Perdona la ofensa a tu prójimo y, así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados”,  ¿no se parece a las instrucciones de Cristo?  ¿No se parece a la frase del Padre Nuestro: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”?

Fijémonos, entonces, que en el Antiguo Testamento se contienen en germen las verdades que luego aparecen en el Nuevo Testamento, predicadas por Cristo.  Este germen es un verdadero anticipo del Evangelio.                                                 

Y si al pueblo hebreo antiguo ya se le pedía el perdón, ¿qué no se nos pedirá a nosotros, el nuevo pueblo de Israel, la Iglesia de Cristo, que vio a Jesús perdonar a sus verdugos mientras moría crucificado?



Jesús, entonces, perfeccionó la ley del perdón.  Antes era la Ley del Talión:  ojo por ojo y diente por diente (Ex. 21, 22-27 y Dt. 19, 18-21).  Ya esta Ley era un avance con respecto de lo anterior, pues ponía un cierto freno a la venganza excesiva de Lamec (Gn. 4, 23-24).

En efecto, La Ley del Talión, aunque nos parezca inhumana en nuestros días, era una máxima sana para ese momento, pues pretendía poner un cierto límite a la sed de venganza, además de recordar a los jueces y a la comunidad la obligación de proteger a los débiles de aquéllos que pretender abusar de ellos.

Y Dios, que conoce que su pueblo es “cabeza dura” (cf. Ex. 32, 9 y Dt. 32, 27),  lo va “domando” poco a poco.  Por eso en cuanto al trato con los enemigos, va progresivamente mejorando la forma de hacer justicia y de perdonar.

De allí que Jesús haga alusión a esta Ley del Talión durante el Sermón de la Montaña, que se iniciaba con las Bienaventuranzas: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’.  Pero Yo les digo: No resistan al malvado.  Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécela también la otra”. (Mt. 5, 38-39).

¿Qué significa eso de poner la otra mejilla?  No significa dejarse destruir, pues Jesús mismo reclamó al ser abofeteado: “Jesús dijo:  ‘Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal.  Pero si he hablado correctamente, ¿por qué me has golpeado así?’” (Jn. 18, 22-23).  
                                                       



“Poner la otra mejilla” significa devolver bien por mal: “No te dejes vencer por el mal, más bien derrota el mal con el bien” (Rom. 12, 20-21).   “Poner la otra mejilla” significa lo que Jesús dice un poco más adelante en el Sermón de la Montaña: “Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores” (Mt. 5, 44).

Así que el cristiano que perdona no es un tonto, no se hace ilusiones acerca del mundo que lo rodea, tal como Jesús lo demuestra en el insólito y sumario juicio que lo llevó a su condenación a muerte, cuando reclama la injusta bofeteada.

El cristiano que perdona está sencillamente siguiendo las instrucciones de Cristo: perdonar y orar por los que nos hacen daño.  El sabrá qué hacer con ellos.  A nosotros no nos corresponde la venganza.  La venganza le corresponde a Dios: “Hermanos:  no se tomen la justicia por su cuenta, dejen que sea Dios quien castigue, como dice la Escritura:  ‘Mía es la venganza, Yo daré lo que se merece, dice el Señor’” (Rom. 12, 19). 

                                              



Jesús, entonces, no viene a decirnos que no hay enemigos, sino que El ha venido a vencer al verdadero Enemigo, que es el Demonio.  Ese sí es nuestro verdadero Enemigo.  El cristiano que verdaderamente está del lado de Jesús combate contra los verdaderos enemigos: el Demonio y todos su secuaces, es decir todos lo que persistan en estar del lado del Maligno.  De allí que la lucha del cristiano sea contra los espíritus de las tinieblas (cf. Ef. 6, 10-18).   Y llegará el día en que Jesús los vencerá a todos y pondrá a sus enemigos bajo sus pies  (1 Cor. 15, 24-26).

Pero todos los hombres, mientras estén vivos, pueden potencialmente volverse amigos.  Y esto sucede cuando ellos, libremente, aceptan las gracias que Dios siempre proporciona a todos, tanto a los buenos, como a los malos: “Porque El hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores” (Mt. 5, 45).

Y pueden nuestros enemigos volverse amigos de Dios  e -inclusive- podrían volverse amigos de aquéllos a quienes han hecho daño.  Porque los amigos de Dios son amigos entre sí.

                                                           


Así que, para que se cumpla lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rm. 14, 7-9) “Ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor”,  para “ser del Señor”, entre otras cosas, debemos perdonar como el Señor nos perdona a nosotros y como nos pide que nosotros perdonemos a los demás.

El Salmo 102 canta las misericordias de Dios: El Señor compasivo y misericordioso.  Además nos recuerda que el Señor no nos condena para siempre, ni nos guarda rencor perpetuo, ni nos trata como merecen nuestras culpas, ni paga según nuestros pecados.  












Fuentes:
Sagradas Escrituras
Evangeli.org
Homilia.org

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