domingo, 12 de junio de 2016

«No me diste agua para los pies. (…) No me diste el beso. (…) No ungiste mi cabeza con aceite» (Evangelio dominical)


Hoy, el Evangelio nos explica que aquel que encuentra a Jesús no puede hacerlo con indiferencia. ¿Por qué el rabino lo invita a compartir su comida para tratarlo luego con descortesía descuidando atenderlo con las muestras de respeto y honor acostumbradas? 

Lucas dibuja un agudo contraste entre el arrogante e incorrupto fariseo, que sigue todas las normas pero carece de la sensibilidad de aplicar las más elementales acciones de amabilidad hacia un huésped, y la mujer que —teniendo una reputación de pecadora— recibe, en cambio, a Jesús con una atención amorosa (cf. Lc 7,45-46). No hay duda que ella entiende la importancia de esa amorosa atención al tiempo que el fariseo carece totalmente de esa sensibilidad. Los Fariseos evitaban la compañía de los “pecadores públicos” y, al hacerlo, descuidaban darles la ayuda que necesitaban para que encontrasen su curación y su integridad.

                          


Como humanos, es muy difícil amar de verdad y saber perdonar a las personas, y caemos en la tentación de preocuparnos de las apariencias, para adquirir así la reputación de una vida virtuosa, mientras continuamos cultivando nuestra tendencia a juzgar y a no perdonar. Muchas de las narraciones del Evangelio nos hablan de la actitud de los fariseos frente a los publicanos. Si ahora quisiésemos describir lo que los fariseos harían si viviesen en nuestra sociedad actual, podríamos ver, por ejemplo, que ciertamente irían a Misa y la seguirían debidamente pero, en su camino de vuelta a casa, no dudarían en criticar negativamente a los demás. Desde luego es laudable asistir a Misa y observar las normas de la conducta cristiana, pero toda esa cuidadosa observancia carece de valor si no va acompañada de un genuino espíritu de amor y perdón.

Según Benedicto XVI, «el nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola (...). La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible día a día la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios».


Lectura del santo evangelio según san Lucas (7,36–8,3):



En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
Jesús tomó la palabra y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.»
Él respondió: «Dímelo, maestro.»
Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?»
Simón contestó: «Supongo que aquel a quien le perdonó más.»
Jesús le dijo: «Has juzgado rectamente.»
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.»
Y a ella le dijo: «Tus pecados están perdonados.»
Los demás convidados empezaron a decir entre sí: «¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?»
Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Palabra del Señor



COMENTARIO.




Las lecturas de hoy nos hablan de arrepentimiento y perdón. En la Primera Lectura vemos el caso de David (2 Sam.12, 7-13) y en el Evangelio el de la mujer pecadora(Lc. 7, 36 - 8, 3).

David es el prototipo del pecador arrepentido. La lectura de hoy nos trae precisamente el momento en que Dios, a través del Profeta Natán le señala a David, su escogido, el doble y grave pecado que había cometido: asesinato y adulterio

Sin embargo, si leemos los versículos anteriores a esta lectura, podremos observar cómo Dios va llevando a David a ver cuán fea es su culpa, cuando el Profeta Natán le cuenta acerca de un rico ganadero que para alimentar a un visitante suyo, roba la única oveja que tenía un pobre (esto en clarísima referencia a la única esposa que tenía Urías, la cual había sido seducida por David). Por supuesto, el Rey se indigna ante la injusticia del ganadero rico. 
                                 


Pero ¡cuál no será su sorpresa cuando Natán le dice que ese ganadero es él mismo! Y David se arrepiente de verdad y con dolor: “¡He pecado contra el Señor!”.

Y este arrepentimiento maravilloso del Rey David nos ha dejado ese Salmo estupendo(Salmo 51), en el que David expone todos sus sentimientos y peticiones al Señor. A continuación, extraemos algunas líneas de ese Salmo:

Misericordia, Señor, porque pequé.
Por tu inmensa compasión borra mi culpa, sana del todo mi pecado.
Reconozco mi culpa, Señor.

Contra Ti, contra Ti solo pequé: cometí la maldad que aborreces.
Rocíame con el hisopo y quedaré limpio.
Lávame y quedaré más blanco que la nieve.

Devuélveme la alegría de la salvación.
Aparta de mi pecado tu vista.
Sana en mí toda culpa.

Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme.
No me ocultes tu rostro,
no me quites tu Santo Espíritu.

Mi ofrenda es un corazón arrepentido.
Mi ofrenda es un espíritu quebrantado.
Un corazón contrito y humillado, Tú Señor,
no lo desprecias.


Y es importante ver que el pecado de David, aunque perdonado por su sincero y doloroso arrepentimiento tendrá consecuencias para él y su familia, entre otras, que “la muerte por espada no se apartará nunca de tu casa” y el hijo que había nacido de esa unión pecaminosa moriría (cf. 2 Sam. 12, 13-14).

¿Qué nos enseña esto? Que si bien la pena eterna consecuencia de nuestros pecados graves queda eliminada con el arrepentimiento (sin olvidar que en nuestro caso, también está la exigencia de la Confesión), la pena temporal sigue vigente. Es lo mismo que decir que nuestros pecados deben ser purificados, a pesar de haber sido perdonados. Y esa purificación puede ser aquí en la tierra o allá en el Purgatorio.

El Evangelio nos narra el incidente de la mujer pecadora que se atreve a entrar en la casa de un fariseo que había invitado a Jesús a cenar. ¡Qué escena tan comprometedora! Una mujer de la mala vida entra, sin haber sido invitada, y se coloca a los pies de Jesús, llorando sus pecados. Con sus lágrimas le lavó los pies, cosa que Simón, anfitrión descuidado, no había hecho. Y, adicionalmente, le ungió los pies con perfume.

Los ojos de todos estaban fijos en el Maestro y la mujer. “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”,piensa equivocadamente el fariseo Simón. Jesús, que sabe lo que está pensando su anfitrión, le propone un cuento al estilo del Profeta Natán con el Rey David, para ver qué responde su interlocutor.

“¿Quién ama más?”, interroga Jesús a Simón. “Supongo que aquél a quien se le perdonó más”, responde Simón correctamente. Luego pasa el Señor a reclamarle a su anfitrión que no le ha dado el trato correspondiente, que la mujer sí le ha dado: lavado de los pies, unción de los cabellos, beso de bienvenida, etc.

Simón tal vez haya cometido menos pecados que la mujer, pero está cerrado al amor. Sólo quiere averiguar quién es Jesús y -por supuesto- duda de su sabiduría y se escandaliza de su actitud hacia la mujer. Si se hubiera abierto de veras al Señor, en vez del reproche, cuánto amor no hubiera recibido de El.

Cuanto más por amor sea el arrepentimiento, como en el caso de la mujer pecadora, más recibe perdón de Dios el arrepentido. Y queda perdonada la culpa y también pudiera quedar perdonada la pena; es decir, queda perdonado el pecado y pudiera quedar borrada también la mancha que dicho pecado ha dejado en el alma.

¿Por qué es importante que no quede mancha de pecado en el alma? Porque al Cielo“no puede entrar nada manchado” (Ap. 21, 27).

En la Segunda Lectura (Gal. 2, 16-21)San Pablo nos dice que es la fe lo que nos hace justos y no el cumplimiento de la ley. Se dirige a los judíos, quienes creían en la Ley y no en Jesucristo como Salvador. La fe nos lleva a la esperanza y al amor. Y el amor a la entrega, que hace exclamar al Apóstol: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.


Ese amor que nos pide Jesús: amar a Dios por encima de todo lo demás, nos va llevando a esa unión íntima con El, pudiendo llegar a sentir también que Cristo vive en nuestro interior. Esa íntima unión nos lleva a sentir un arrepentimiento sincero y perfecto si alguna vez le fallamos. Ese amor lo describe bellísimamente la conocida poesía española inspirada en Jesús crucificado:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor y, en tal manera,
que aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera Infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues si aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


Habla esta poesía del arrepentimiento perfecto, que es el que lo mueve el poeta, a quien no le interesa el arrepentimiento imperfecto. Veamos esto con más detalle.


El pecado es para el alma lo que una enfermedad es para el cuerpo. Puede que sea una enfermedad larga, entonces diríamos que el alma se encuentra en “estado de pecado”. Puede que sea una cuestión pasajera, como un pecado cometido y perdonado enseguida o en breve tiempo.

El pecado siempre estará presente en el mundo, mientras el mundo que conocemos siga siendo mundo. Por eso Dios, bondadoso con nosotros sus hijos hasta el extremo, dejó previsto el remedio para todos nuestros pecados. Y ese remedio que nunca falla es: arrepentimiento y Confesión.

Y Dios está siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, como vemos repetidamente en la Biblia y muy elocuentemente en las lecturas de hoy.

Ningún pecado es perdonado sin el arrepentimiento. Así que esta parte del tratamiento es la más importante, ya quepodría darse el caso de pecados confesados que no quedan perdonados porque no hay un arrepentimiento sincero del pecado o de los pecados cometidos.
                                       


Ahora bien, por la poesía hemos visto cómo el arrepentimiento puede ser “perfecto” o “imperfecto”. “Contrición” y “atrición” son sus nombres teológicos. Y ambos sirven para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión, pero -por supuesto- el arrepentimiento perfecto es mucho mejor.

El arrepentimiento perfecto es el que hacemos porque sentimos de veras que con nuestro pecado hemos ofendido a Dios, quien merece toda nuestra lealtad y todo nuestro amor. No siempre nos arrepentimos de esta manera. Pero es saludable buscar esta forma de contrición.

¿Y por qué es tan importante la contrición perfecta? Porque ésta borra todos los pecados, ¡inclusive los pecados graves, aún antes de confesarlos! Se ve claro cuán conveniente es, enseguida de haber pecado, hacer un acto de arrepentimiento porque nuestro pecado ha ofendido a Dios

Por supuesto, estamos obligados a confesarnos a la mayor brevedad, porque bien dejó establecido Jesús el Sacramento de la Confesión: “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar” (Jn. 20, 19-23).

Pero si acaso nos sorprendiera la muerte antes de la Confesión, nuestros pecados están ya perdonados por ese “arrepentimiento perfecto”. Por eso se ha dicho con sobrada razón que la contrición perfecta es la llave del Cielo.
Si se diera el caso de que tuviéramos que ayudar a alguna persona en el momento de su muerte y no hay un Sacerdote disponible, debiéramos ayudar al moribundo a hacer una “contrición perfecta” de sus pecados.

Sin embargo, la bondad y misericordia de Dios que no tienen límites, tampoco nos exige como indispensable el arrepentimiento “perfecto”. El permite que nos arrepintamos también de una manera no perfecta. Se llama “contrición imperfecta” o “atrición”.



Se trata del arrepentimiento por temor. ¿Y temor a qué? Temor a las consecuencias de nuestro pecado. Y no se trata de las consecuencias humanas que también acarrean nuestras faltas, como podría ser, por ejemplo, una pena legal por un robo o un asesinato. No, las motivaciones humanas no sirven para el arrepentimiento. Se trata de las consecuencias sobrenaturales que el pecado conlleva: el castigo eterno del infierno, al que ciertamente hay que tenerle miedo. Y Dios es ¡tan bueno! que le basta como arrepentimiento ese miedo al infierno.

Ambos arrepentimientos requieren de la Confesión Sacramental. El perfecto es mejor. Pero el imperfecto, el del miedo a la condenación eterna también sirve para recibir el perdón de Dios.

Para la enfermedad de nuestros pecados Dios ha puesto a nuestro alcance el remedio que no falla y además nos ha dado distintas opciones. ¡Cómo no aprovecharlas: arrepentimiento (perfecto o imperfecto) y Confesión!



domingo, 5 de junio de 2016

«¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» (Evangelio dominical)


Hoy también nosotros quisiéramos enjugar todas las lágrimas de este mundo: «No llores» (Lc 7,13). Los medios de comunicación nos muestran —hoy más que nunca— los dolores de la humanidad. ¡Son tantos! Si pudiéramos, a tantos hombres y mujeres les diríamos «levántate» (Lc 7,14). Pero…, no podemos, ¡no podemos, Señor! Nos sale del alma decirle: —Mira, Jesús, que nos vemos desbordados por el dolor. ¡Ayúdanos!

Ante esta sensación de impotencia, procuremos reaccionar con sentido sobrenatural y con sentido común. Sentido sobrenatural, en primer lugar, para ponernos inmediatamente en manos de Dios: no estamos solos, «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). La impotencia es nuestra, no de Él. La peor de todas las tragedias es la moderna pretensión de edificar un mundo sin Dios e, incluso, a espaldas de Dios. Desde luego es posible edificar “algo” sin Dios, pero la historia nos ha mostrado sobradamente que este “algo” es frecuentemente inhumano. Aprendámoslo de una vez por todas: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).


En segundo lugar, sentido común: el dolor no podemos eliminarlo. Todas las “revoluciones” que nos han prometido un paraíso en esta vida han acabado sembrando la muerte. Y, aun en el hipotético caso (¡un imposible!) de que algún día se pudiera eliminar “todo” dolor, no dejaríamos de ser mortales… (por cierto, un dolor al que sólo Cristo-Dios ha dado respuesta real).

El espíritu cristiano es “realista” (no esconde el dolor) y, a la vez, “optimista”: podemos “gestionar” el dolor. Más aún: el dolor es una oportunidad para manifestar amor y para crecer en amor. Jesucristo —el “Dios cercano”— ha recorrido este camino. En palabras del Papa Francisco, «conmoverse (“moverse-con”), compadecerse (“padecer-con”) del que está caído, son actitudes de quien sabe reconocer en el otro su propia imagen [de fragilidad]. Las heridas que cura en el hermano son ungüento para las propias. La compasión se convierte en comunión, en puente que acerca y estrecha lazos».


Lectura del santo evangelio según san Lucas; Lc 7,11-17

                                

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.

Palabra de Dios.


COMENTARIO;




Las lecturas de este domingo nos relatan la historia de dos viudas, cuyos hijos únicos han fallecido, y Dios se los devuelve a la vida. Una es la conocida viuda de Sarepta que aparece en el Antiguo Testamento, pero además en el Nuevo, porque Jesús la menciona como muestra de que Dios también se reveló –y de manera preferencial- a los no-judíos.

En verdad les digo -habla Jesús de esta viuda- que había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la lluvia durante tres años y medio y un gran hambre asoló a todo el país. Sin embargo Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. (Lc 4, 25-26)

                                                         


La segunda viuda aparece en un evento que nos relata el Evangelio de hoy (Lc 7, 11-17). La pobre mujer llevaba a enterrar a su único hijo. Y Jesús, de paso por esa población, detiene el cortejo fúnebre para hacer un milagro: revivir al muerto.

La verdad sea dicha, que las viudas son especialmente queridas a los ojos de Dios, que las protege y las llena de beneficios muy especiales. La primera que aparece en la Biblia es esta viuda de Sarepta, a quien es enviado el Profeta Elías para que le diera alimento, y ese alimento fue multiplicado para ella misma y su hijo. Y cuando murió su hijo, lo revivió por manos de Elías (1 Re 17, 7-24).
A otra viuda le encomienda una misión realmente atrevida y riesgosa. Tal es el caso de Judith, a quien le tocó cortar la cabeza al jefe del ejército enemigo que tenía sitiada su ciudad (Judit 10, 1-23; 11, 1-5 y 8, 22).

A Rut, otra viuda pagana, la escoge para estar en la línea genealógica del Mesías de la manera más misteriosa y después de mucho sufrimiento.
En el Nuevo Testamento las viudas aparecen también como objeto de especial afecto por parte de Jesús. Mención especial merece la descripción de Ana, viuda desde muy joven, que fue escogida especialmente por el Señor para presenciar la Presentación de Jesús en el Templo y para hablar de este Niño.(Lucas 2,36-38).

                                                        


Y valga aquí una mención a la viudez y a las viudas, a quienes a veces se les trata con compasión, pero muchas veces también con cierta sorna. Todos –o casi todos los casados- son candidatos a la viudez. Porque “quien da el sí al matrimonio, también da el sí a la viudez”. Así predicaba el Padre Pedro Richards CP, fundador en los años 60 del Movimiento Familiar Cristiano Latinoamericano.

La viudez también es una vocación, digamos que una vocación forzada, pero aún así, un llamado de Dios a una situación especial que también es camino de santidad. De esta manera lo ha reconocido la Iglesia. Tanto así que menciona el estado de viudez en tres documentos diferentes del Concilio Vaticano II:
El Concilio pone ante las viudas un camino de santidad (LG 41) que es una continuación de la vocación al matrimonio (GS 48), y espera de ellas un servicio especial (AA 4).

El caso de la primera viuda, la de Sarepta, es impresionante. Tal vez no había pasado tanta necesidad antes esta mujer, pero la sequía y la hambruna del momento la habían colocado en una posición de pobreza extrema: le quedaba sólo “un puñado de harina y un poco de aceite”. Pero Dios le envía al Profeta Elías para pedirle pan y ella le explica su delicada situación así: con esto que me queda “voy a preparar un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos”. Ya no tenía más nada para comer. Era lo último que le quedaba.

Pero ¿qué hace Dios? Le habla por boca del Profeta, quien le ordena compartir con él lo poquísimo que le queda: cocinar primero un pan para él y luego uno para ella y su hijo. Y esa orden queda sellada con unas palabras proféticas: “La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará”. Y la viuda cumple la petición de Elías y, a pesar de ser pagana, cree en la palabra que Dios le envía a través del Profeta.


¡Qué fe y qué confianza tuvo esta mujer! Por eso “tal como había dicho el Señor por medio de Elías, a partir de ese momento, ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó”.

¡Qué generosidad la de esta mujer! Si nos ponemos a ver, un pancito no es mucha cosa. Pero cuando es lo último que a uno le queda, puede ser mucho... ¡demasiado!

Sin embargo, sucede algo imprevisto, como suele hacer Dios: el único hijo de la pobre mujer enferma y muere. Ella entonces culpa a Elías: ”¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios?¿Has venido a mi casa para que recuerde yo mis pecados y se muera mi hijo?”

El Profeta clama a Dios, pidiéndole que le devuelva la vida a este niño. Yavé escuchó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió. Elías se lo entregó a su madre. La mujer reconoce, entonces, que Elías es un hombre de Dios y que los consejos que le ha dado vienen del Señor.

Jesucristo revive a tres muertos durante su vida pública. En dos de los casos Jesús había sido solicitado con urgencia para atenderlos mientras aún estaba enfermos: la hijita de Jairo y su amigo Lázaro. Y por una razón u otra, se retrasa en llegar.
                                                  


Cuando Jesús al fin llega a la casa de Jairo, la niña acababa de fallecer. Y cuando llega a Betania, ya Lázaro tenía tanto tiempo sepultado que el cadáver hedía.

¿Por qué se retrasó Jesús en llegar? Parecería como si hubiera querido dejar que murieran. ¿Por qué? Puede ser para mostrar aún más la Omnipotencia que poseía por ser Dios: más difícil era revivir un muerto, que curar un enfermo.
En ambos casos, por supuesto, Jesús actuó compadecido del dolor, tanto así que El mismo lloró ante el sepulcro de Lázaro.

Pero en el caso del tercer muerto traído a la vida, nadie le pidió ayuda a Jesús. Nos dice el Evangelio (Lc 7, 11-17) que Jesús iba entrando a una población llamada Naím y se topa con un cortejo fúnebre de un joven muerto, hijo único de una viuda. Cuando el Señor la vio se compadeció de ella y le dijo que no llorara más. ¡Cómo no iba a llorar! ¡Era su único hijo!
                                               

                                         
Acto seguido, Jesús hace parar la procesión. ¿Por qué este forastero, no conocido aquí en Naím, que tampoco es parte del evento fúnebre detiene este cortejo? Debe haber parado la procesión con mucha autoridad, porque nadie se lo impidió. Y los que llevaban el cadáver, le obedecieron. ¿Qué pretenderá? Sus discípulos y un poco más de gente que venía acompañándolo, deben haber pensado lo que Jesús iba a hacer. Imaginemos el suspenso…

Se dirige, entonces, al muerto. Por cierto, no dice el Evangelio que en voz baja, así que deben haber sido muy audibles estas palabras: ¡Joven, yo te lo mando: levántate! Y ¡qué impresión ver al muerto levantarse de su ataúd y comenzar a hablar! Igual que hizo Elías, Jesús se lo entregó a su madre.

El Evangelio no nos dice la reacción de la madre. Pero, a pesar de haberse alegrado, la alegría debe haber estado mezclada con una tremenda impresión. Impresionados también estaban los presentes. Todos se llenaron de temor, dice el Evangelio. ¡Claro! Un evento así tiene que abrumar a quien lo ve suceder ante sus ojos: un muerto que se sale de su ataúd a la orden de un extraño.


Dos milagros de hijos únicos de dos viudas vueltos a la vida, milagros que muestran el poder de Dios y su compasión para dos mujeres que sufren. A veces Dios hace esos prodigios. A veces no. Pero, hayan prodigios o no, Dios siempre está ahí con su poder y su misericordia.

Revivir muertos es muestra imponente del poder de Dios. Pero hay algo más impresionante que esto. Si los cuerpos muertos vueltos a la vida impresionan, mayor muestra del poder divino son las almas muertas por el pecado que vuelven a la vida por el perdón de Dios. No lo ven nuestros ojos, pero si lo pudiéramos ver, nos quedaríamos impresionados de lo que es un alma muerta y luego resucitada por la misericordia divina en el Sacramento de la Confesión.