domingo, 1 de junio de 2014

“Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Evangelio dominical)




Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.

San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: „«Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.



Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder.... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.




Conclusión del santo evangelio según san Mateo (28,16-20):

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»


Palabra del Señor




COMENTARIO.




 La Ascensión del Señor es una fiesta de grandísima esperanza para los que creemos en Jesucristo y seguimos su Palabra, porque sabemos que primero se fue El al Cielo, pero la celebración de este misterio nos da la seguridad de que también nosotros podemos seguirle allí. 

Así nos lo había dicho Jesucristo al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a Mí, para que donde Yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3). 
Sabemos que el derecho al Cielo ya nos ha sido adquirido por Jesucristo y que El nos ha preparado un lugar a cada uno de nosotros.  No lo dejemos vacío.  
¿Cómo llegamos?  Bueno … hay que vivir en esta vida de tal forma que merezcamos ocupar ese lugar. 

  Esta solemne festividad nos recuerda también algo que nos dijo en otra oportunidad:  “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt. 6, 21). ¿Cuál, entonces, debe ser nuestro tesoro y dónde debe estar nuestro corazón?  Nuestro tesoro no puede ser menos que Dios y las cosas de Dios; nuestro corazón tiene que estar puesto en el Cielo, donde Cristo ya está esperando por cada uno de nosotros.


La Segunda Lectura nos narra cómo San Pablo ora con mucho entusiasmo  porque “el Padre de la gloria les conceda espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo, para que ilumine vuestras mentes de manera que comprendan cuál es la esperanza a la cual estamos llamados y cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos” (Ef. 1, 17-23).

Recordemos cómo fueron los sucesos después de la Resurrección del Señor.  Sabemos que Jesucristo le dio a sus Apóstoles y discípulos muchas pruebas de que estaba vivo, pues durante cuarenta días se les estuvo apareciendo y les hizo ver que realmente había resucitado. 

Uno de esos días, ante el asombro de ellos, se les apareció y les dijo:  “¿Por qué se asustan tanto y por qué dudan?  Miren mis manos y mis pies.  Soy Yo mismo.  Tóquenme y fíjense que un espíritu no tiene carne y huesos, como ustedes ven que tengo Yo”.   Les mostró, entonces, las heridas de sus manos y sus pies, y para que no les quedara duda de que no era un fantasma, sino El mismo en cuerpo y alma, les pidió algo de comer y comió delante de ellos. (Lc. 24, 36-42).



El último de esos cuarenta días los citó al Monte de los Olivos; allí les anunció que muy pronto recibirían el Espíritu Santo que los fortalecería para la tarea de llevar su mensaje de salvación a todo el mundo, les dio sus últimas instrucciones, y poco a poco “se fue elevando a la vista de ellos” (Hech.1, 1-11 y Mt. 28, 16-20).

¡Cómo sería esa escena!  Si la Transfiguración del Señor fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión!  Quedaron todos los presentes tan impactados que aún después de haber desaparecido Jesús, ocultado por una nube, seguían mirando fijamente al Cielo. 

  Fue, entonces, cuando dos Ángeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración viendo al Señor.  Jesús Resucitado radiantísimo ahora había ascendido al Cielo.  Los Ángeles les dijeron:  “¿Qué hacen ahí  mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).




Importantísimo recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo, en la que volverá de igual manera: en gloria y desde el Cielo. 

Importantísimo porque Jesús volverá, pero no aparecerá entre nosotros como uno más, como vino hace dos mil años, sino que vendrá como llegan los relámpagos:  de sorpresa, deslumbrante, de manera impactante, posiblemente en medio de un ruido estremecedor, porque vendrá en gloria desde el Cielo.  Y en ese momento volverá como Juez a establecer su reinado definitivo.

Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo:  de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.

Esto es importante recordarlo porque el mismo Jesucristo nos  anunció que muchos vendrán haciéndose pasar por El, haciendo prodigios, tratando de asemejarse a El, llamándose -como El- “Cristo”, declarándose Mesías y enseñando falsedades. 

  “Miren que se los he advertido de antemano”,  nos dice el Señor.  “Por lo tanto, si alguien les dice: ¡Está en tal lugar!, no lo crean.  Pues cuando venga el Hijo del Hombre será como un relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24, 21-28).   Será como lo anunciaron los Ángeles después de la Ascensión:  Cristo volverá como se fue  ¡glorioso y triunfante!

La Ascensión de Jesucristo al Cielo glorioso en cuerpo y alma  nos despierta el anhelo de Cielo, nos reaviva la esperanza de nuestra futura inmortalidad, también gloriosos en cuerpo y alma, como El, para disfrutar con El y en El de una felicidad completa, perfecta y para siempre. 

¡Esta es la esperanza a la cual hemos sido llamados!  ¡Esta es la herencia que nos ha sido ofrecida!

 

Si somos del Señor, “si somos suyos” -como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura- es decir:

- si cumplimos la Voluntad de Dios en esta vida,
- si seguimos sus designios para con nosotros,
- si nuestro corazón están en las cosas de Dios,
- si nuestra mirada está fija en el Cielo ...

La fuerza poderosa de Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo ascender a los Cielos para sentarse a la derecha del Padre, nos resucitará también a nosotros y nos hará reinar con El en su gloria por siempre.  Amén. 


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