domingo, 16 de junio de 2013

El perdón y la deuda del amor!! (Evangelio dominical)



Solemos considerar el perdón como un deber cristiano, basado en el perdón que recibimos de Dios. Pensamos también que, mientras que al Dios todopoderoso el perdón debe resultarle fácil, a nosotros, al menos a veces, nos resulta extraordinariamente difícil, si no imposible. En este modo de pensar el perdón (fácil) de Dios se da casi por descontado, con sólo cumplir ciertas condiciones; mientras que el perdonar nosotros se nos antoja un deber cuesta arriba, de difícil cumplimiento. El hecho de que los sentimientos negativos que acompañan a la ofensa recibida no desaparezcan enseguida, sino que tengan una cierta inercia temporal, aunque exista la voluntad de perdón, hace que muchos digan: “yo quisiera perdonar, pero no puedo”.

La Palabra hoy pone de relieve el perdón, pero no desde nuestra perspectiva (el perdón “a los que nos ofenden”, como decimos en el Padrenuestro), sino desde la perspectiva de Dios. Y es que, realmente, sin tener en cuenta ese perdón de Dios hacia nosotros, considerado detenidamente, es imposible entender el perdón a los que nos han ofendido. Y la consideración de este perdón de Dios, a la luz de la Palabra que nos ilumina hoy, nos ayuda a deshacer algún equívoco en la comprensión y en la experiencia de este don extraordinario.

Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo11 del Tiempo Ordinario - Ciclo "C" .



Lectura del santo evangelio según san Lucas (7,36–8,3):



En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
Jesús tomó la palabra y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.»
Él respondió: «Dímelo, maestro.»
Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?»
Simón contestó: «Supongo que aquel a quien le perdonó más.»
Jesús le dijo: «Has juzgado rectamente.»
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.»
Y a ella le dijo: «Tus pecados están perdonados.»
Los demás convidados empezaron a decir entre sí:«¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?»
Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Palabra del Señor   




COMENTARIO.




Las lecturas de hoy nos hablan de arrepentimiento y perdón.  En la Primera Lectura vemos el caso de David (2 Sam.12, 7-13)  y en el Evangelio el de la mujer pecadora (Lc. 7, 36 - 8, 3).

David es el prototipo del pecador arrepentido.  La lectura de hoy nos trae precisamente el momento en que Dios, a través del Profeta Natán le señala a David, su escogido, el doble y grave pecado que había cometido:  asesinato y adulterio.

Sin embargo, si leemos los versículos anteriores a esta lectura, podremos observar cómo Dios va llevando a David a ver cuán fea es su culpa, cuando el Profeta Natán le cuenta acerca de un rico ganadero que para alimentar a un visitante suyo, roba la única oveja que tenía un pobre (esto en clarísima referencia a la única esposa que tenía Urías, la cual había sido seducida por David).  Por supuesto, el Rey se indigna ante la injusticia del ganadero rico.  Pero ¡cuál no será su sorpresa cuando Natán le dice que ese ganadero es él mismo!  Y David se arrepiente de verdad y con dolor:  “¡He pecado contra el Señor!”.

 


Y este arrepentimiento maravilloso del Rey David nos ha dejado ese Salmo estupendo (Salmo 51), en el que David expone todos sus sentimientos y peticiones al Señor.  A continuación, extraemos algunas líneas de ese Salmo:

Misericordia, Señor, porque pequé.
Por tu inmensa compasión borra mi culpa, sana del todo mi pecado.

Reconozco mi culpa, Señor.
Contra Ti, contra Ti solo pequé:  cometí la maldad que aborreces.

Rocíame con el hisopo y quedaré limpio.
Lávame y quedaré más blanco que la nieve.

Devuélveme la alegría de la salvación.
Aparta de mi pecado tu vista.
Sana en mí toda culpa.

Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme.
No me ocultes tu rostro, no me quites
tu Santo Espíritu.

Mi ofrenda es un corazón arrepentido.
Mi ofrenda es un espíritu quebrantado.
Un corazón contrito y humillado, Tú Señor,
no lo desprecias.




Y es importante ver que el pecado de David, aunque perdonado por su sincero y doloroso arrepentimiento tendrá consecuencias para él y su familia, entre otras, que “la muerte por espada no se apartará nunca de tu casa”   y el hijo que había nacido de esa unión pecaminosa moriría (cf. 2 Sam. 12, 13-14).

¿Qué nos enseña esto?  Que si bien la pena eterna consecuencia de nuestros pecados graves queda eliminada con el arrepentimiento (sin olvidar que en nuestro caso, también está la exigencia de la Confesión), la pena temporal sigue vigente.  Es lo mismo que decir que nuestros pecados deben ser purificados, a pesar de haber sido perdonados.  Y esa purificación puede ser aquí en la tierra o allá en el Purgatorio.
 (Ver Purgatorio en www.buenanueva.net).

El Evangelio nos narra el incidente de la mujer pecadora que se atreve a entrar en la casa de un fariseo que había invitado a Jesús a cenar.  ¡Qué escena tan comprometedora!  Una mujer de la mala vida entra, sin haber sido invitada, y se coloca a los pies de Jesús, llorando sus pecados.  Con sus lágrimas le lavó los pies, cosa que Simón, anfitrión descuidado, no había hecho.  Y, adicionalmente, le ungió los pies con perfume.

Los ojos de todos estaban fijos en el Maestro y la mujer.  “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando;  sabría que es una pecadora”,  piensa equivocadamente el fariseo Simón.  Jesús, que sabe lo que está pensando su anfitrión, le propone un cuento al estilo del Profeta Natán con el Rey David, para ver qué responde su interlocutor.

“¿Quién ama más?”,  interroga Jesús a Simón.  “Supongo que aquél a quien se le perdonó más”,  responde Simón correctamente.  Luego pasa el Señor a reclamarle a su anfitrión que no le ha dado el trato correspondiente, que la mujer sí le ha dado:  lavado de los pies, unción de los cabellos, beso de bienvenida, etc.




Simón tal vez haya cometido menos pecados que la mujer, pero está cerrado al amor.  Sólo quiere averiguar quién es Jesús y -por supuesto- duda de su sabiduría y se escandaliza de su actitud hacia la mujer.  Si se hubiera abierto de veras al Señor, en vez del reproche, cuánto amor no hubiera recibido de El.

Cuanto más por amor sea el arrepentimiento, como en el caso de la mujer pecadora, más recibe perdón de Dios el arrepentido.  Y queda perdonada la culpa y también pudiera quedar perdonada la pena;  es decir, queda perdonado el pecado y pudiera quedar borrada también la mancha que dicho pecado ha dejado en el alma.

¿Por qué es importante que no quede mancha de pecado en el alma? Porque  al Cielo “no puede entrar nada manchado” (Ap. 21, 27).

En la Segunda Lectura (Gal. 2, 16-21)   San Pablo nos dice que es la fe lo que nos hace justos y no el cumplimiento de la ley.  Se dirige a los judíos, quienes creían en la Ley y no en Jesucristo como Salvador.  La fe nos lleva a la esperanza y al amor.  Y el amor a la entrega, que hace exclamar al Apóstol:  “Estoy crucificado con Cristo.  Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.


Ese amor que nos pide Jesús:  amar a Dios por encima de todo lo demás, nos va llevando a esa unión íntima con El, pudiendo llegar a sentir también que Cristo vive en nuestro interior.  Esa íntima unión nos lleva a sentir un arrepentimiento sincero y perfecto si alguna vez le fallamos.  Ese amor lo describe bellísimamente la conocida poesía española inspirada en Jesús crucificado:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor y, en tal manera,
que aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera Infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues si aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Habla esta poesía del arrepentimiento perfecto, que es el que lo mueve el poeta, a quien no le interesa el arrepentimiento imperfecto. Veamos esto con más detalle.



El pecado es para el alma lo que una enfermedad es para el cuerpo.  Puede que sea una enfermedad larga, entonces diríamos que el alma se encuentra en “estado de pecado”.  Puede que sea una cuestión pasajera, como un pecado cometido y perdonado enseguida o en breve tiempo.

El pecado siempre estará presente en el mundo, mientras el mundo que conocemos siga siendo mundo.  Por eso Dios, bondadoso con nosotros sus hijos hasta el extremo, dejó previsto el remedio para todos nuestros pecados.  Y ese remedio que nunca falla es:  arrepentimiento y Confesión.

Y Dios está siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, como vemos repetidamente en la Biblia y muy elocuentemente en las lecturas de hoy.

Ningún pecado es perdonado sin el arrepentimiento.  Así que esta parte del tratamiento es la más importante, ya que podría darse el caso de pecados confesados que no quedan perdonados porque no hay un arrepentimiento sincero del pecado o de los pecados cometidos.

Ahora bien,  por la poesía hemos visto cómo el arrepentimiento puede ser “perfecto” o “imperfecto”.  “Contrición” y “atrición” son sus nombres teológicos.  Y ambos sirven para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión, pero -por supuesto- el arrepentimiento perfecto es mucho mejor.

El arrepentimiento perfecto es el que hacemos porque sentimos de veras que con nuestro pecado hemos ofendido a Dios, quien merece toda nuestra lealtad y todo nuestro amor.  No siempre nos arrepentimos de esta manera.  Pero es saludable buscar esta forma de contrición.

  ¿Y por qué es tan importante la contrición perfecta?  Porque ésta borra todos los pecados, ¡inclusive los pecados graves, aún antes de confesarlos!  Se ve claro cuán conveniente es, enseguida de haber pecado, hacer un acto de arrepentimiento porque nuestro pecado ha ofendido a Dios.


 
Por supuesto, estamos obligados a confesarnos a la mayor brevedad, porque bien dejó establecido Jesús el Sacramento de la Confesión:  “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar” (Jn. 20, 19-23).

Pero si acaso nos sorprendiera la muerte antes de la Confesión, nuestros pecados están ya perdonados por ese “arrepentimiento perfecto”.  Por eso se ha dicho con sobrada razón que la contrición perfecta es la llave del Cielo.

Si se diera el caso de que tuviéramos que ayudar a alguna persona en el momento de su muerte y no hay un Sacerdote disponible, debiéramos ayudar al moribundo a hacer una “contrición perfecta” de sus pecados.

Sin embargo, la bondad y misericordia de Dios que no tienen límites, tampoco nos exige como indispensable el arrepentimiento “perfecto”.  El permite que nos arrepintamos también de una manera no perfecta.  Se llama “contrición imperfecta” o “atrición”.



Se trata del arrepentimiento por temor.  ¿Y temor a qué?  Temor a las consecuencias de nuestro pecado.  Y no se trata de las consecuencias humanas que también acarrean nuestras faltas, como podría ser, por ejemplo, una pena legal por un robo o un asesinato.  No, las motivaciones humanas no sirven para el arrepentimiento.  Se trata de las consecuencias sobrenaturales que el pecado conlleva:  el castigo eterno del infierno, al que ciertamente hay que tenerle miedo.  Y Dios es ¡tan bueno! que le basta como arrepentimiento ese miedo al infierno.

Ambos arrepentimientos requieren de la Confesión Sacramental.  El perfecto es mejor.  Pero el imperfecto, el del miedo a la condenación eterna también sirve para recibir el perdón de Dios.

Para la enfermedad de nuestros pecados Dios ha puesto a nuestro alcance el remedio que no falla y además nos ha dado distintas opciones.  ¡Cómo no aprovecharlas: arrepentimiento (perfecto o imperfecto) y Confesión!

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