martes, 26 de febrero de 2013

Hoy es... San Nestor !!






 Obispo de Magido, Mártir.

Polio, gobernador de Panfilia y Frigia durante el reinado de Decio, trató de ganarse el favor del emperador, aplicando cruelmente su edito de persecución contra los cristianos. Néstor, obispo de Magido, gozaba de gran estima entre los cristianos y los paganos, y comprendió que era necesario buscar sitios de refugio para sus fieles. Rehusando a ser oculto, el Obispo esperó tranquilamente su hora de martirio, y cuando se encontraba en oración, oficiales de la justicia fueron en su búsqueda.
 
Luego de un extenso interrogatorio y amenazas de tortura, el Obispo fue enviado ante el gobernador, en Perga. El gobernador trató de convencer al santo –primero con halagos y luego con amenazas- de que renegara de la religión cristiana, pero Néstor se mantuvo firme en el Señor, siendo enviado al potro, donde el verdugo le desgarraba la piel de los costados con el garfio.
 
Ante la firme negativa del santo de adorar a los paganos, el gobernador lo condenó a morir en la cruz, donde el santo todavía tuvo fuerzas para alentar y exhortar a los cristianos que le rodeaban. Su muerte fue un verdadero triunfo porque cuando el Obispo expiró sus últimas palabras, tanto cristianos como paganos se arrodillaron a orar y alabar a Jesús.

 



El nombre proviene literalmente del griego; tal vez signifique el que recuerda con cariño o el que es recordado.
 
En la Ilíada se llamaba Néstor el rey de Pilos, el más anciano y prudente de los griegos. Fue obispo de Magidos de Perge (Panfilia, actual Turquía). En tiempo del emperador Decio hubo una gran persecución contra los cristianos (248-251). En ella se buscaba principalmente a los jerarcas, pensando que, muerta la cabeza, moriría el cuerpo del cristianismo.
 
Entre los fieles hubo muchas apostasías. Son los llamados lapsos o libeláticos. Néstor aconsejaba a sus cristianos que huyeran antes que renunciar a su fe. A pesar de sus precauciones, el obispo Néstor fue arrestado poco después y conducido ante Polión, Gobernador de Perge.
 
Ante su persistencia en la fe cristiana, fue sometido al potro y a los garfios, que laceraron su cuerpo; finalmente, fue crucificado el 26 de febrero del 254. Su fiesta se celebra el 26 de febrero.



Oremos

Dios todopoderoso y eterno, que concediste a San Néstor luchar por la fe hasta derramar su sangre, haz que, ayudados por su intercesión, soportemos por tu amor nuestras dificultades y con valentía caminemos hacia ti que eres la fuente de toda vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo

domingo, 24 de febrero de 2013

ESCUCHAD LA PALABRA DEL SEÑOR!! (Evangelio dominical)


La Liturgia de este Domingo nos habla de la Transfiguración del Señor.  Nos habla de cómo serán nuestros cuerpos cuando seamos resucitados al final del tiempo y al comienzo de la eternidad, porque en ese momento maravilloso seremos transformados, seremos también transfigurados.

Es lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 3,17 - 4,1).  Nos habla del momento de cuando vuelva Jesús del Cielo, en que “transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”.

Y ¿cómo es ese cuerpo glorioso de Jesús?  El momento en que pudo verse mejor esa gloria divina en Jesús fue en el Monte Tabor cuando, en virtud de su poder, se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan.  

Entonces ¿de dónde sabemos cómo seremos al ser resucitados?  Entre otros pasajes de la Escritura, lo sabemos por boca ellos tres, que fueron los testigos de ese milagro maravilloso: la Transfiguración del Señor.  Ese milagro fue preludio de la Resurrección de Cristo y es a la vez anuncio de nuestra propia resurrección.  

 Nos cuenta el Evangelio (Lc. 9, 28-36) que Jesús se llevó a esos tres discípulos al Monte Tabor.  Allí se puso a orar y, estando en oración, sucedió ese milagro de su gloria: “su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se hicieron blancas y fulgurantes”.   Se entreabrió -por así decirlo- la cortina del Cielo y se nos mostró algo del esplendor de la gloria divina, la cual conocemos por el testimonio de los allí presentes.

Y decimos que se vio “algo” del esplendor de Dios, pues ningún ser humano hubiera podido soportar la visión completa de Dios.  

Recordemos una de las experiencias  de Moisés en el Monte Sinaí (Ex. 33, 7-11 y 18-23; Dt. 5, 22-27).  Moisés le pidió a Dios que quería ver su gloria y Yahvé le contestó: “Mi cara no la podrás ver, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo ... tú, entonces, verás mis espaldas, pero mi cara no se puede ver”.

Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este 2º Domingo de Cuaresma



Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,28b-36):
 


En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor
 

COMENTARIO.


Subir al monte para escuchar la Palabra


El hecho extraordinario de la Transfiguración, que atrae toda nuestra atención, no debe hacernos olvidar que Jesús, junto con Pedro, Santiago y Juan, subió a lo alto de la montaña “para orar”. Es decir, todo lo que sucede en el monte de la Transfiguración hay que situarlo en un contexto de oración. Tal vez, por esto mismo, lo que precede a este “retiro de oración” de Jesús con los discípulos más cercanos es un camino empinado. Ciertamente, la vida de oración se puede comparar con la subida a un monte, como de manera insuperable la describió Juan de la Cruz. Subir una montaña tiene algo de fascinante, de desafío y de aventura. La cima, vislumbrada de lejos, atrae y promete vistas inimaginables desde la comodidad del valle. Pero, una vez acometido el ascenso, se experimenta enseguida la dificultad de la empresa. La montaña protege su misterio y parece oponerse a la conquista. Para subir la montaña hace falta una voluntad de hierro, perseverancia, inteligencia para dosificar el esfuerzo, y también fe. Porque, en cuanto uno se adentra en la falda del monte, la cima, meta del esfuerzo, se pierde de vista. Y frecuentemente sucede que, cuando se piensa que la cima está ya ahí, tras la próxima loma, una vez superada ésta, aquella se ha desplazado de nuevo a varios cientos de metros más arriba.



No es cierto, como piensan y dicen algunos, que la oración es actividad de débiles, que buscan no sé qué refugios huyendo de las dificultades de la vida. Lo cierto es que la vida de oración es posible sólo si se tiene una voluntad de hierro, perseverancia y fe en que existe la meta, la cima que se oculta a nuestra vista. Ese ocultamiento, la sequedad, los largos periodos en los que “no se siente nada”, nos incitan a abandonar, a pensar que el esfuerzo no merece la pena, que es inútil, que es mejor no complicarse la vida (en el valle de la superficialidad, al fin y al cabo, la vida es más fácil). Las dificultades de la vida de oración son, además, a veces, incluso más duras de afrontar que muchas de las que se presentan en la vida cotidiana, porque tienen que ver con las propias sombras y limitaciones, que tanto nos cuesta mirar, reconocer y asumir. El verdadero encuentro con Dios tiene poco que ver con huidas de dificultades cotidianas (que, en todo caso, ahí seguirán, esperándonos) y mucho con el afrontamiento de la propia verdad, que no siempre nos halaga, aunque sea la condición de la verdadera aceptación de sí y de los demás. Que existan formas superficiales, ficticias, morbosas o desviadas de oración, como en todo lo humano, no quita nada de lo dicho, porque la enfermedad en ningún caso puede ser criterio y norma de la salud.


Es verdad, por otro lado, que el esfuerzo, como el de la subida a la montaña, merece la pena (que pena, hay, y no poca). Igual que desde la cima vemos paisajes y perspectivas inaccesibles desde abajo, también la verdadera vida de oración nos abre los ojos y nos hace comprender lo que es imposible ver “a ras de tierra”, instalados en la superficialidad. Que Jesús es el Mesías, es decir, mucho más que un hombre extraordinario en sentido religioso o moral, que es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne y “el único nombre bajo el cielo dado a los hombres para nuestra salvación” (Hch 4, 12), todo esto no es posible reducirlo sólo a un “artículo de fe” aceptado más o menos teóricamente, por tradición o por inercia, pero que, en el fondo, nos trae sin cuidado porque no incide en modo alguno en nuestra vida real. Para poder creer en esto de verdad es necesario frecuentar el trato con Jesús, acudir a su llamada, hacer con él el duro camino hacia la cima del monte. Sólo entonces el “artículo de fe” se ilumina, y “vemos” con los ojos de la fe viva que esto es así, que Jesús es realmente nuestro Salvador y Mesías. Para ello, es importante, como nos enseña hoy el mismo Cristo, alimentar nuestra oración con la Palabra de Dios. La Transfiguración (la luz que ilumina el misterio del hombre Jesús) acontece como un diálogo de Jesús con Moisés y Elías, es decir, la Ley y los Profetas, con todo el Antiguo Testamento. Toda la Biblia, en el fondo, habla siempre y sólo de Jesús: el Antiguo Testamento de manera latente, el Nuevo, de forma patente. Y es que Jesús mismo es la Palabra encarnada en la que Dios nos habla de manera definitiva y para siempre.


Ahora bien, no hay que pensar que, tras el duro esfuerzo de la subida, envueltos en la luz de la Transfiguración, todo se convierte en color de rosa. El Dios que nos habla en Jesucristo no nos regala los oídos. El tema de conversación de Jesús con Moisés y Elías no es fácil ni sencillo: “hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.” Aunque la cruz aparece aquí iluminada por la luz de la Transfiguración, que anticipa la victoria de la Resurrección, no es fácil de asumir ni siquiera en este contexto. No en vano Pablo, en la carta a los Filipenses, arremete hoy con dureza contra los enemigos de la cruz de Cristo. No se trata de judíos que han rechazado a Cristo, ni de gentiles que no lo conocen, se trata de cristianos, de creyentes como nosotros, pero que buscan caminos religiosos alternativos, hechos tal vez de prácticas y tradiciones, con las que tratan de esquivar o sustituir el escándalo de la Cruz. Pero en el seno de la Iglesia y de la fe en Cristo, practicas y tradiciones tienen sentido sólo si llevan a la comprensión y la aceptación de la Cruz de Cristo que es la de cada uno, aunque, evidentemente, iluminada por la fe en la Resurrección que transfigura y da sentido a aquella. Es precisamente participando en la muerte y la resurrección de Jesucristo, y no por otras vías, ni mediante otras prácticas, como Dios transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso.


Podemos comprender que la cima de la oración y la luz que nos embarga en ella no es un refugio en el que podemos quedarnos para siempre. Es cierto que esa tentación puede existir, como parecen dar a entender las palabras de Pedro (que, apostilla el evangelista, “no sabía lo que decía”). Pero la verdadera oración cristiana es escucha y acogida de la Palabra que nos ha hablado, de Jesucristo, el Hijo primogénito del Padre. Y esa Palabra nos invita a volver a bajar al valle, al encuentro con los demás, a caminar con ellos. Así pues, del Tabor hay que descender para seguir camino hacia Jerusalén y subir a otro monte, al monte de la Calavera, acompañando a Jesús cargado con la cruz. La luz de la fe se nos regala para poder mantenernos en los momentos de oscuridad y dificultad, en los momentos de la prueba, para, con la luz recibida, superar el escándalo de la cruz, y fortalecer a los más débiles. Cuando llegan las dificultades (y llegan siempre) es preciso saber “ser fieles a los momentos de luz”. Esto se aplica a la fe personal y a las dudas que pueden surgir, y también a la relación con la Iglesia, a las relaciones familiares, a la profesión, a toda nuestra vida personal y cristiana. Ser fieles a los momentos de luz significa reconocer a Cristo también en la Cruz, y escucharlo acogiendo su palabra también en los momentos de oscuridad. 

Podemos entender por qué, de modo tan significativo, los catecúmenos reciben en este segundo domingo de Cuaresma el Evangelio (la luz de la Palabra) y la Cruz. Todos, junto a ellos, estamos invitados a renovar nuestra fe acogiendo también de corazón la Palabra precisamente de “de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén”.


CONFIANZA



La frase “Confiamos en Dios” está grabada en los billetes de este país. También debería estar grabada en lo más íntimo de nuestro ser. Sin embargo, la verdad es que dudamos de confiar en los demás, inclusive en Dios. Preferimos poner nuestra confianza en reserva, temerosos de que nos lastimen o nos traicionen. Las lecturas de hoy nos recuerdan que la Cuaresma es un tiempo para la confianza –la confianza que transforma.
Dios hace una sorprendente promesa a Abraham. Para recibirla, lo único que Abraham necesita es confiar. Pablo le dice a los filipenses que ellos, también, deberán confiar que son los beneficiarios de la generosa gracia de Dios; que no son ciudadanos de un reino terrenal, sino del cielo. Estas dos lecturas nos invitan a escuchar el relato de un Evangelio de gran confianza –confianza que Dios cumplirá sus promesas y que el paso de Jesús nos llevará a la transformación y a la nueva vida. 

TRADICIONES DE NUESTRA FE



La Cuaresma nos llama a la conversión, a la cual deberíamos estar dedicados toda el año. En muchas parroquias latinas la cuaresma también es tiempo de misiones. De niño recuerdo haber participado cada año en las misiones de mi parroquia. Escuchábamos a los predicadores con curiosidad, ya que aparecían solo una vez al año y luego se regresaban a lugares lejanos y desconocidos. Nunca imagine que algún día yo también estuviera como predicador de misiones. Me gustaría darles un resumen del mensaje que he sembrado en varias parroquias.

Las misiones no son para repetir doctrina, sino para evangelizar a los bautizados. Con cinco temas se puede evangelizar a los bautizados recordándoles los cinco puntos claves del evangelio cristiano:

 1) Dios nos ama y nos hizo para él; 
2) Nosotros hemos pecado y sufrimos las consecuencias; 
3) Dios nos manda a su Hijo para librarnos del mal; 
4) Jesús desea formar parte de nuestras vidas personales, ¡invitémoslo! 
y 5) Jesús llena nuestro corazón con el poder y la presencia de su Espíritu. 
 Este mensaje es uno de conversión y esperanza.



lunes, 18 de febrero de 2013

Hoy es... Santa Bernardita Soubirous !!




Santa Bernardette nació el 7 de enero, de 1844 en el pequeño pueblo de Lourdes, en las hermosas montañas de los Pirineos franceses. En su bautismo le pusieron el nombre de Marie-Bernard, pero desde pequeña la llamaban por el diminutivo "Bernardette".

Su padre Francisco era un hombre honesto y recto pero no muy capaz en los negocios. Trabajó como molinero para los Casterot, una familia acomodada. Vivía con su familia en el molino de Boly. Su madre, Luisa Casterot, se casó a los 16 años. Se pensaba que así su futuro estaría asegurado pero las cosas no resultaron de esa manera. Cuando los clientes venían a moler su trigo, la joven pareja les servía una comida completa. Esto podía hacerse en tiempos de abundancia, pero llegó a hacer crisis en tiempos de estrechez.

Las deudas forzaron a los Soubirous a dejar el molino y albergarse en una celda, propiedad de un primo de Francisco, que había sido parte de una prisión. En un solo cuarto vivían los seis, el padre, la madre y los cuatro hijos. Los mayores eran las mujeres, Bernardette la primera, después de ella venía Toinette (dos años y medio más joven), y luego los dos varones, Jean-Marie y Justin. Para conseguir el escaso pan para los niños, Francisco y Luisa tomaban todo tipo de trabajos que podían encontrar.

Cuando nació Bernardette la familia todavía tenía recursos. Una prueba de ello es que la niña fue confiada a una nodriza por seis meses. La nodriza, llamada Marie Avarant y de casada Lagues, vivía en Bartres, en el campo a 5 millas de Lourdes. Marie Lagues amamantó a Bernardette por 15 meses, desde junio de 1844 a octubre de 1845. De acuerdo con la costumbre ambas familias quedaron muy unidas entre sí.

Las dificultades económicas de la familia Soubirous dio oportunidad a Marie para pedir hacerse cargo de Bernardette. El pretexto fue que le ayudase con otros niños, pero en realidad la quería para el pastoreo de ovejas. Quedó así como una pastorcita contratada aunque sin paga.

Al ir a Bartres le prometieron que podría prepararse con el sacerdote del lugar para hacer su Primera Comunión. Tenía casi 14 años y era la única niña de su edad en Lourdes que no la había recibido. Pero al ver que era muy buena en su trabajo, la obligaban a pasar más tiempo cuidando las ovejas, lo que no le permitía asistir a las clases de catecismo. Los dos niños de la familia donde vivía se marchaban todas las mañanas a las clases de catecismo, mientras a ella le exigían marcharse al campo a pastorear. Esto le dolía mucho en su corazón.


Ha surgido un interrogante sobre la inteligencia de Bernardette. Muchos sugieren que no era inteligente. Es cierto que ella aprendía con dificultad y hasta ella misma decía que tenía "mala cabeza", queriendo decir que tenía poca memoria. Al habérsele negado la posibilidad de estudiar, Bernardette, a los 13 años de edad, todavía no sabía ni leer ni escribir. El maestro Jean Barbet, quién en una ocasión le dio clases de catecismo, decía de ella: "Bernardette tiene dificultad en retener las palabras del catecismo porque no puede estudiarlas, ya que no sabe leer, pero ella hace un gran esfuerzo en comprender el sentido de las explicaciones. Aún mas, ella es muy atenta y, especialmente, muy piadosa y modesta". Sin duda Bernardita había sabido cultivar un gran tesoro de Dios: un corazón adornado de las mas bellas virtudes cristianas: inocencia, amabilidad, bondad, caridad y dulzura.

El sacerdote de Bartres, Abbé Arder, si bien se marchó a un monasterio poco después que llegara Bernardette, en los pocos contactos que tuvo con ella pudo captar la excelencia de su corazón. El tenía mucha fe en las apariciones de La Salette (1846), ocurridas once años atrás y así comparaba a Bernardette con los niños de La Salette.

Decía: "Ella me parece una flor toda envuelta con perfume divino. Yo le aseguro que en muchas ocasiones cuando la he visto, he pensado en los niños de La Salette. Ciertamente, si la Santísima Virgen se le apareció a Maximino y a Melania, lo hizo en orden a que ellos se convirtieran en simples y piadosos como ella."

Ni la ignorancia, ni la pobreza, ni el aspecto enfermizo de Bernardette le previnieron de apreciar en ella la simplicidad y la piedad.

Decía el Sacerdote en una ocasión: "Mira a esta pequeña. Cuando la Virgen Santísima quiere aparecerse en la tierra, ella escoge niños como esta"

Sus palabras fueron proféticas ya que a los pocos meses la Virgen se le comienza a aparecer en la gruta de Massabielle, cerca de Lourdes.

Cuando Bernardette vio que su deseo de prepararse para recibir la Comunión no era posible en Bartres, le pidió a María Lagues que le permitiera ir a Lourdes donde insistió a sus padres que le concedieran regresar a casa.
Quería recibir la Primera Comunión y tendría que empezar las clases de catecismo inmediatamente quería recibirla en 1858. Sus padres accedieron y regresó a Lourdes el 28 de enero, de 1858, solo 14 días antes de la primera aparición de la Virgen.
Es importante, por lo tanto, comprender la razón por la que Bernardette se encontraba en Lourdes cuando tenía 14 años y comenzaron las apariciones: ella buscaba con todo su corazón recibir la Santa Comunión. Las Virgen visita a un alma muy pura llena de amor por su Hijo, un alma dispuesta a cualquier sacrificio para llevar a cabo la obra de Dios. Bernardette, al verse impedida de recibir la comunión, recurre a la Virgen, reza diariamente el rosario y la Virgen le abre las puertas. La Virgen sabe que puede confiar en ella el trascendente mensaje que desea comunicar al mundo.

Cuando ya le faltaba poco para morir, llegó un obispo a visitarla y le dijo que iba camino de Roma, que le escribiera una carta al Santo Padre para que le enviara una bendición, y que él la llevaría personalmente. Bernardita, con mano temblorosa, escribe: "Santo Padre, qué atrevimiento, que yo una pobre hermanita le escriba al Sumo Pontífice. Pero el Sr. Obispo me ha mandado que lo haga. Le pido una bendición especial para esta pobre enferma". A vuelta del viaje el Sr. Obispo le trajo una bendición especialísima del Papa y un crucifijo de plata que le enviaba de regalo el Santo Padre.


El 16 de abril de 1879, exclamó emocionada: "Yo vi la Virgen. Sí, la vi, la vi ¡Que hermosa era!" Y después de unos momentos de silencio exclamó emocionada: "Ruega Señora por esta pobre pecadora", y apretando el crucifijo sobre su corazón se quedó muerta. Tenía apenas 35 años.

A los funerales de Bernardita asistió una muchedumbre inmensa. Y ella empezó a conseguir milagros de Dios en favor de los que le pedían su ayuda. Y el 8 de diciembre de 1933, el Santo Padre Pío Once la declaró santa.




Oración.



Enséñanos a creer
como Tú has creído.

Enséñanos a amar a Dios
y a nuestros hermanos
como Tú los has amado.

Haz que nuestro amor
hacia los demás sea siempre
paciente, benigno y respetuoso.
¡Oh Virgen Santísima de Lourdes,
míranos clemente en esta hora!

(Juan Pablo II)


















Fuentes:
Iluminación Divina
Santoral Católico
Ángel Corbalán

domingo, 17 de febrero de 2013

"No tentarás al Señor, tu Dios". (Evangelio dominical)


La tentación no es el pecado, sino la encrucijada en la que podemos elegir a Dios.

La lucha contra el Demonio y demás espíritus malignos es un combate espiritual, pero no por ser espiritual deja de ser real.  Por el contrario, es una “real” batalla la que se libra entre las fuerzas del Mal (de Satanás) y las fuerzas del Bien (de Dios).  

Y en ese combate estamos incluidos todos los seres humanos, cada uno en su respectivo bando, según estemos en amistad con Dios o en amistad con el Demonio.
Ahora bien, por la verdad contenida en la Sagrada Escritura, ya sabemos cuál será el bando ganador, aunque el Demonio, el Engañador, inventor de la mentira, pretenda hacer creer que será él quien vencerá.

Ya Cristo ha vencido al Demonio:  lo venció en la Cruz y con su Resurrección.  Cristo ya ganó de antemano esa victoria para nosotros, pero debemos alistarnos en el bando ganador, siendo de Dios, obedeciendo su Voluntad, aprovechando todas las gracias que nos otorga para nuestra salvación eterna, que es nuestra victoria.

Cristo, además, quiso someterse El mismo a esta batalla espiritual.  Cristo “no permanece indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido   sometido a las mismas pruebas que nosotros, pero que, a El, no lo llevaron al pecado” (Hb. 4, 15).

 

La Cuaresma, que comenzamos con el Miércoles de Ceniza, nos invita a apertrecharnos para esa lucha espiritual.  ¿Cuáles son nuestras armas?  ¿Cuáles son nuestros pertrechos?  Entre otros, los medios que nos ofrece la Iglesia en este tiempo cuaresmal:  la oración, la penitencia, los ayunos, las limosnas, medios todos que nos ayudan a la conversión o cambio interior que requerimos para ir ganando este combate.

Los ejercicios del ayuno como respuesta a la sensualidad, de la limosna para atajar la avaricia, y de la oración contra la autosuficiencia, quieren ayudarnos a desprendernos de lo que impide la acción de Dios en nosotros.
 
La Liturgia de Cuaresma se nos abre precisamente con la batalla espiritual que Cristo libró contra el Demonio después de haber pasado cuarenta días de ayuno y oración en el desierto, en preparación para su vida pública de predicación al pueblo de Israel, entregándose a la Voluntad del Padre, en una misión que en poco tiempo lo llevaría a la muerte.
Y ¿qué es el desierto?  Según la Sagrada Escritura, el desierto es el sitio privilegiado para encontrarse con Dios, para dejarse transformar por El.  

Tal fue el caso del pueblo de Israel que vivió cuarenta años en el desierto.  Y el desierto no sólo fue la travesía para llegar a la tierra prometida, sino también fue el sitio donde Yahvé fue moldeando al pueblo escogido para hacerlo depender sólo de El.  

 

Otro ejemplo es el Profeta Elías (1 Rey. 19, 1-18), quien pasó también cuarenta días en el desierto, a donde huyó obligado para salvar su vida.  Después de muchas vicisitudes, se encuentra con Dios en el Monte Horeb, en el mismo sitio que Moisés, y allí Dios lo prepara para la misión que le encomendara. 

Otro habitante del desierto fue San Juan Bautista.  Allí vivió prácticamente toda su vida y allí lo preparó Dios para ser el Precursor de su Hijo y preparar el camino del Salvador de Israel.

Sin embargo, el desierto, que para nosotros puede significar lugar de retiro, de silencio, de oración, no sólo es lugar de encuentro con Dios, sino también de lucha con el Demonio.  Porque, a veces un encuentro privilegiado con Dios puede ir precedido de una lucha fuerte contra el Maligno, que se opone por todos los medios a ese encuentro nuestro con el Señor.  Pero no hay que temer.  Recordemos:  nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas (cfr. 1 Cor. 10, 13).
Jesús, al terminar su retiro, nos dice el Evangelio de hoy, “fue tentado por el Demonio”  (Lc. 4, 1-13). 

  ¡Tal es la soberbia del Maligno:  pretender tentar al mismo Dios!   Lo primero que se nos ocurre es pensar en su tremenda osadía, osadía que no pasa de ser necedad y brutalidad:  ¡cómo ocurrírsele que Dios iba a caer en sus redes!   

 Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos sobre este evangelio para ,este IDomingo del Tiempo de Cuaresma, y en nuestro idioma. 



Lectura del santo evangelio según san Lucas (4,1-13):

 

 

En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. 

Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.»
Jesús le contestó: «Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre".» 

Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mi, todo será tuyo.» 

Jesús le contestó: «Está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto".»
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: "Encargará a los ángeles que cuiden de ti", y también: "Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras".»

Jesús le contestó: «Está mandado: "No tentarás al Señor, tu Dios".» 

Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.


Palabra del Señor





COMENTARIO.




“En el desierto”

 

“Clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión…Nos sacó de Egipto con mano fuerte. Nos introdujo en este lugar y nos dio esta tierra”. Esa secuencia de cinco verbos resume la fe de Israel, que los fieles confiesan al ir a presentar en el templo las primicias de los frutos de esa tierra.
Ahora bien, en la profesión del “credo” de Israel, los creyentes no proclaman verdades abstractas, sino que cuentan una historia. Una historia en la que se menciona el recuerdo de la opresión que sufrieron en Egipto. Y en la que se hace memoria, sobre todo de la intervención liberadora de Dios (Dt 26,4-10).

Además, esta profesión de fe no se limita a evocar el pasado. Aquel “credo”, incluido en el libro del Deuteronomio miraba ya al futuro. De hecho pedía a los hebreos que acudieran al templo a presentar sus ofrendas al Señor. El don de Dios requería una respuesta de gratitud. Y una actitud de adoración al Señor su Dios.

Por cierto, la meditación sobre la fe, retorna en la segunda lectura de la misa. San Pablo escribe a los Romanos que “por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación”. La fe en el Señor Jesús, resucitado de entre los muertos continúa para nosotros la salvación experimentada por Israel.

LAS PRUEBAS DEL DEMONIO

 

Este primer domingo de cuaresma volvemos todos los años al desierto. Allá fue llevado Jesús por el Espíritu. Y allí permaneció durante cuarenta días, como hicieran en otro tiempo Moisés y Elías. El desierto es para el creyente la metáfora del encuentro con la verdad de sí mismo. Es el símbolo de la prueba de la fidelidad a esa verdad (Lc 4, 1-13).

• En la primera prueba, Jesús se enfrenta con la necesidad de subsistir. Pero él sabe que esa necesidad no puede ni debe solucionarse con el recurso a la magia. El sustento se debe al trabajo humano, no a fáciles milagros.

• En la segunda prueba, Jesús se enfrenta con la falsa ilusión de reducir la dignidad humana al dominio sobre los demás o sobre el ambiente. Pero él sabe que el demonio miente al ofrecer algo que no tiene. El poder es demoníaco cuando no es justo.

• En la tercera prueba. Jesús se enfrenta con el ansia de la apariencia y del triunfo fácil sobre las situaciones. Pero él sabe dónde se sitúan los límites del ser humano y los acepta. Los mensajeros de Dios no son enviados para alimentar la ostentación humana. 

LA PALABRA DE DIOS

 

Las tentaciones de Jesús son las pruebas a las que fue sometida una y otra vez su dignidad de Hijo de Dios. Y resumen también las pruebas a las que es sometida cada día la fe de los creyentes, que tratan de seguirlo por el camino. También ellos han de apelar a la palabra de Dios:

• “No sólo de pan vive el hombre”. Es preciso buscar lo esencial. “Tener” más medios o recursos no significa ser más felices.

• “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”. Sólo Dios es Dios. Adorar a los hombres, las instituciones o las cosas es una burda idolatría.

• “No tentarás al Señor tu Dios”. Sólo Dios es el Señor. Hemos sido llamados a aceptar su voluntad. Tratar de imponerle nuestra voluntad es tentar a Dios.

- Señor Jesús, queremos repetir con fe las palabras que tú nos enseñaste: “No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal”. Amén


La fe y las tentaciones

 

Da que pensar el que las lecturas que enmarcan el Evangelio de hoy sean dos profesiones de fe: la profesión de fe de Israel en la intervención de Dios en la historia, para formar y salvar a su pueblo; y la profesión de fe del cristiano en la muerte y resurrección de Jesucristo.

La fe que profesamos se plasma en el sacramento del Bautismo. Y es en la experiencia del Bautismo de purificación en donde Jesús hace su experiencia religiosa central: la de saberse el Hijo amado de Dios Padre y ungido por el Espíritu. Pero los símbolos que expresan nuestra fe, nuestras convicciones e ideales fundamentales, aquello por lo que estaríamos dispuestos a darlo todo, tiene que ser probado por la misma vida, que plantea múltiples dificultades y obstáculos a nuestras buenas intenciones. Por eso, el rito de purificación que es el bautismo pide la purificación real que supone ser puesto en cuestión en lo profesado en el rito. Y así, también Jesús, como hombre que es, «al volver del Jordán», es sometido a la tentación y a la prueba. Ahora debe responder a elección paterna eligiendo él a Dios. Y es el Espíritu del que estaba lleno quien «lo fue llevando por el desierto». El Espíritu de Dios es el Espíritu de la verdad, de la autenticidad, que no lleva por caminos fáciles y trillados, ni evita de manera mágica las dificultades, sino que guía (inspira, orienta) sin forzar la libertad para poder afrontarlas. Las que padeció Jesús en el desierto y en toda su vida se expresan aquí en dos palabras que resumen a la perfección la condición del ser humano: «sintió hambre». El hambre es la cifra de todas las carencias humanas, de su condición menesterosa y dependiente. El hambre básica es la del alimento del cuerpo, pero existen otras muchas necesidades humanas: calor y acogida, reconocimiento, autoestima, seguridad, sentido… El hambre, en todas sus formas, nos hace vulnerables a la tentación: la misma necesidad reclama su remedio, a veces compulsivamente, a toda costa, a cualquier precio.

 

Es importante recordar que la tentación no viene de Dios: «Ninguno, cuando se vea tentado, diga: “es Dios quien me tienta”; porque Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie» (St 1, 13). La condición básica de la tentación es nuestra condición menesterosa, que Jesús ha hecho suya. Pero su esencia consiste en la incitación malévola al remedio de aquella a precios que no se deben pagar. Por eso aparece el diablo, personaje inquietante que, aprovechándose de la situación de fragilidad representada en el hambre, hace propuestas que, siendo inaceptables en condiciones normales, pueden hacer mella en la voluntad humana cuando la necesidad aprieta.

Las tentaciones experimentadas por Jesús son las tentaciones fundamentales que, de múltiples modos, puede experimentar cualquier ser humano. Veámoslas brevemente:
«Que esta piedra se convierta en pan». Es importante la apostilla inicial: «Si eres el hijo de Dios». Es decir, usa tu poder en beneficio propio, aprovéchate, el poder que se te ha dado es tu privilegio, tienes deseos y necesidades (hambres), y tienes poder, la cosa es clara. El poder… Todo el mundo tiene algún poder, algún ámbito de responsabilidad, de autoridad. No importa que sea mucho o poco. Jesús tenía el poder de hacer milagros. Otros tienen el poder de decidir, de disponer, de repartir, de la información o del saber o, simplemente, una llave… Y la tentación es hacer de ese poder un privilegio, usarlo no para servir, sino para servirse, para sacar provecho y beneficios que no nos corresponden. Un ejemplo muy claro es el soborno, la «mordida»…

 

No se dice que no debemos esforzarnos por el pan. Eso es no sólo legítimo, sino debido: «danos hoy nuestro pan de cada día», nos enseña a orar Jesús. La tentación consiste en que «la piedra» se haga pan, en sacar partido de donde no se debe, abusando de la propia posición. Esta tentación revela sobre todo nuestra debilidad, el hecho de que estamos sometidos a muchas necesidades y a nuestra limitación para satisfacerlas, y son aquellas las que nos empujan a hacer que las piedras se conviertan en pan. ¿Cómo vencer la tentación?: «No sólo de pan vive el hombre (sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios)». La Palabra de Dios nos fortalece contra la tentación, pues nos abre a dimensiones (verdad, justicia, generosidad, servicio, sentido) que están por encima de nuestras necesidades materiales, y nos hace comprender que sólo atendiendo a aquellas es posible atender legítimamente a éstas.

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Todo esto te daré si te arrodillas delante de mí». La segunda tentación es muy radical. Porque realmente Jesús quería «todo esto», todos los reinos del mundo, pues lo que quería (y era su misión) era extender por todo el mundo el reinado de Dios. Y es que los reinos de este mundo se hallan alienados del reinado de Dios y en gran medida (no del todo, tal vez, el diablo exagera y miente) bajo el poder del mal. «Es lo que quieres, es mío, yo te lo doy». Así de fácil. El precio es inclinarse ante el mal, ante el diablo, reconocer su poder. Es un camino rápido y cómodo para el éxito (el éxito de una buena misión). Pero enseguida comprendemos la trampa y la contradicción. ¿Cómo extender el reinado de Dios adorando al diablo? No es posible servir a dos señores... Y, sin embargo, no siempre lo vemos tan claro: es la tentación de alcanzar buenos fines por medios malos: extender el Reino de Dios por medio de la violencia, servirse de la mentira, de la injusticia... Es la tentación de la eficacia a cualquier precio, diciéndonos que es inevitable, que todo el mundo lo hace, que si no cedes no estás en este mundo, que no se puede ser ingenuo... Los mismos apóstoles sintieron con fuerza esta tentación: hacer que baje fuego del cielo (cf. Lc 9, 54), tomar la espada (cf. Lc 22, 38), pugnar por ser el «mayor» (cf. Lc 9, 46), elegir los mejores puestos junto al Maestro (cf. Mc 10, 37). También la Iglesia la siente de múltiples formas y no puede ser de otro modo, pues la sintió el mismo Jesús. Pero la respuesta de Jesús es clara: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”.» El bien sólo se puede promover por buenos medios, y no admite componendas. Y eso significa en muchas ocasiones saber perder, renunciar a la eficacia inmediata. No postrarse ante el mal, ante el diablo y los poderes de este mundo (la violencia, la mentira, la injusticia) y adorar sólo a Dios significa no doblegarse, ser libre, pero también elegir el camino estrecho y empinado que eligió Jesús, que lleva a Jerusalén, al fracaso humano de la muerte en la Cruz.

 

«Encargará a los ángeles que cuiden de ti». La última tentación eleva el tiro y se dirige a Dios. Si no quieres inclinarte ante el diablo, de acuerdo, pero al menos recurre a Dios, esto parece que sí puede hacerse, y es acorde con la pureza de la religión. Pero esta tentación sutil no es menos malvada, pues no se trata de someterse a Dios, sino de manipularlo, de «usarlo» en beneficio propio: la religión como espectáculo, como magia, que invita a la fe «para que todo te vaya bien y florezcan tus negocios»; es la relación comercial con Dios. Y parece que esta tentación era particularmente fuerte para alguien como Jesús: no usar su poder en beneficio propio (la primera tentación), y no inclinarse ante el poder del mal (la segunda), sino usar su poder para convencer: hacer milagros (signos sorprendentes y maravillosos) para inducir la fe, en vez de pedir la fe para realizar signos de salvación. Se comprende que Jesús no ceda tampoco a esta tentación: el milagro como magia y espectáculo sólo suscita la credulidad, que no toca las fibras profundas del ser humano; mientras que él llama a la fe como confianza y apertura para salvar por medio del amor.

La cortante respuesta de Jesús está llena de sentido: «No tientes al Señor». ¿Cómo se puede atrever el diablo a tentar al mismo Dios? Porque Dios ha asumido la fragilidad humana. Y, entonces, también sobre él se ha de cumplir la ley, que tantos repiten a diario y el diablo (el separador) hace suya, de que «todo el mundo tiene un precio», todo el mundo acaba por venderse, por ceder a la tentación. Es decir; no existe de verdad el bien, la verdad, la justicia y la honestidad: lo que parecen ideales y valores son sólo intereses, inclinaciones egoístas y estrategias disfrazadas. Si todo hombre tiene un precio, Jesús, verdadero hombre, tiene que tenerlo también, y por eso siente las punzadas del diablo que lo empuja a aprovecharse, a buscar la componenda.

 

Tras las palabras de Jesús («no tientes al Señor») suenan de nuevo éstas: «Escúchalo». Y es que tentar al hombre Jesús es tentar al mismo Dios. Pero no por eso deja de ser significativa la victoria de Jesús sobre el tentador. Lo vence como hombre, pues como hombre es tentado, mostrando que no es cierto que todo hombre tenga un precio, ni que sea imposible ser justo, o que todos los ideales sean falsos. La tentación nos pone a prueba, es verdad, en ella podemos experimentar nuestra debilidad, pero podemos vencerla: escuchando su Palabra, inclinándonos sólo ante Dios, acogiendo el Espíritu de filiación que nos hace, en Cristo, hijos del Padre celestial.

Comprendemos ahora mejor, por qué el marco de este episodio de las tentaciones de Jesús (y de las nuestras), son esas dos confesiones de fe. La fe profesada, expresada en el Bautismo, alimentada en la escucha de la Palabra y en la adoración del único, Dios nos ayuda a no ceder ante las insidias del mal, a elegir bienes mayores que cualquier riqueza material, a vivir en la libertad de no inclinarnos ante el mal, a renunciar a manipular a Dios.

 

Las tentaciones de Jesús, que él experimenta no sólo en el desierto, sino en todo su ministerio (de ahí las últimas y enigmáticas palabras del evangelio de hoy: “el demonio se marchó hasta otra ocasión”), son las tentaciones que de múltiples formas todos experimentamos por nuestra condición humana. Por ello, debemos mirarlas con prudencia, pero también con esperanza y confianza: Jesús las ha vencido, nosotros “por Cristo, con Él y en Él” podemos vencerlas también. En Cristo, en su palabra, nos hacemos fuertes y nos sometemos sólo al Espíritu de la verdad, el amor y la libertad, para servir, para entregarnos sin componendas, para creer con confianza.

La tentación no es el pecado, sino la encrucijada en la que podemos elegir a Dios.